Dedicado al Ingeniero Agrónomo Eduardo Solari Adot
La viejita del puesto desconfiaba de mí y no me invitaba a apearme.
Desde siempre vivía con su marido en un lugar muy aislado; nunca había tenido mucho trato con gente y se notaba.
Además recelaba de un asunto que yo venía a plantearles, aunque era para el bien de ellos y también para el mío.
Yo estaba haciéndome cargo de un campo que compré, la mitad de una fracción mayor, pero el hermano del vendedor y dueño de la otra parte, le venía mintiendo al matrimonio de ancianos, asegurándoles que el puesto que ocupaban estaba en la parte que no se había vendido.
La pareja me daba lástima y además me faltaba plata para poblar el campo con ganado. Por eso no tenía problema en que siguieran viviendo allí mientras quisieran o pudieran por su edad; pero el asunto tenía que quedar claro.
Es que yo no podía arriesgarme a un eventual problema de intrusos; el día de mañana alguien de su relación podría instalarse y complicar la entrega del potrerito que ocupaban.
Había llegado a caballo hacía diez minutos o más, el marido no estaba y no había caso, ella era irreductible y yo no sabía cómo hacer para entrarle.
Una y otra vez me salía con lo mismo, reiterando que el propietario les había asegurado que ese puesto estaba en la fracción no vendida.
La cosa venía empantanada, yo trataba de demorarme con alguna esperanza en que quizás el esposo entendería mi planteo. Pero el hombre tardaba y ella quería que me fuera.
Instintivamente, como para estirar la cosa, me dispuse a encender uno de los dos cigarros buenísimos, que traía en el bolsillo. Eran los últimos de un macito que me había regalado mi padre cuando tuvo que dejar de fumar.
Venían en tubos de vidrio, como los tubos de ensayo, pero lacrados.
Una y otra vez los ponía en el bolsillo de mi campera, buscando la ocasión para fumarlos, una y otra vez volvía con los cigarros intactos.
En el fondo estaba dilatando el momento, esperando una oportunidad especial.
Fumo solamente cigarros, solo en el campo y casi siempre a caballo, única forma de recorrer gran parte de los campos de Corrientes, sobre todo cuando se quiere mirar y ver.
Dar vuelta por un pedazo de campo propio, el primero, merecía un cigarro especial, otros festejarían abriendo un buen champagne.
Recorrer y mirar es parte del trabajo, pero una vuelta larga y acompañar parte de la misma con un habano, es una de las cosas que más disfruto. Ya estoy grande, quién sabe cuánto tiempo podré seguir haciéndolo.
Hasta que tuvo que dejar a la fuerza, papá había sido muy fumador, demasiado; cigarros, cigarrillos, pipa, sabía bien que hacía mal, pero entendía que yo fumaba poco y por placer, que no soy adictivo, por eso me dio sus cigarros, también por compartir conmigo ese tipo de cosas.
Una vez, conversando en el campo, en la provincia de Buenos Aires, no mucho antes de su muerte, me pidió el cigarro que yo fumaba, le dio una pitada, lo saboreó y me dijo que ya casi no extrañaba fumar, excepto un buen puro y en el campo.
La cuestión es yo venía postergando el encendido los últimos puros recibidos de papá, solo me quedaban esos dos. Él había muerto hacía algunos unos años, hacerlo tenía algo como de definitivo y trascendente.
Papá era un tipo sobrio, fumaba buenos pero no carísimos. A estos del tubo de vidrio, los había vistos guardados en su escritorio y que a su vez fueron el regalo de un tío que lo había querido mucho. Quizás él mismo había ido postergando la ceremonia de encenderlos y finalmente no lo hizo nunca.
El destino quiso que yo tuviera que invertir a una de esas joyas en una ocasión y por un motivo que no eran los que venía planeando. Se trataba de estirar la conversa para tratar de entrarle a la doña.
Ella tendría más de 80, arrugadita, obcecada y terca conmigo, pero me agradaba.
Ni bien sintió el humito, le salió de adentro ponderar el aroma “riquito su tabaco Don”, casi lo único que dijo hasta ese momento aparte de una serie de “si pué” y “no pué”. Le salió de adentro… Entendí bien, estaba queriendo que le convide.
No quedaba otra, metí la mano en el bolsillo, agarré el último, lo saqué del envase y se lo di.
La maniobra sirvió, la tensión empezó a aflojar, lo olió, se lo llevo a la boca, pero no lo encendió.
La doña tenía pocos dientes y sujetándolo con el hueco sus encías y lo partió por la mitad y empezó a masticar una.
Ella lo quería para mascar y me dijo que iba a guardar la mitad para su marido.
Ahí nomás me dijo “apese” (apéese).
Me “enchamigué” con los viejitos y fue muy fácil solucionar el lío que teníamos.
Un par de años más habrán vivido en el piquete del “Uno Chico”. Durante ese tiempo cada vez que podía los visitaba y les llevaba cigarros, a veces tabaco brasilero trenzado para mascar, todavía se vende en la zona de La Cruz, costa del Uruguay. Es bravísimo, si no estás acostumbrado, de fuerte que es te emborracha.