Esta semana, en medio de las múltiples turbulencias políticas presentes en la Argentina, pasó desapercibido un dato muy preocupante que habla sobre el proceso de “pauperización” del agro argentino.
Dentro de los cultivos extensivos, el girasol es el que presentó siempre la menor adopción de siembra directa. Sin embargo, en los últimos años se cayó con fuerza el uso de tecnología para alcanzar un 68% del área en el ciclo 2021/22, según un relevamiento realizado por la Bolsa de Cereales de Buenos Aires.
La cuestión es que en el norte argentino ya la mayor parte de la superficie de girasol se está sembrando con labranza convencional, es decir, la siembra directa quedó en segundo lugar.
Las causas de ese fenómeno triste, pues Argentina se enorgullece de ser “embajadora mundial” de la siembra directa, son bien conocidas por todos los integrantes del agro: la necesidad de controlar malezas problemáticas por parte de empresas con “bolsillos flacos” para encarar un paquete tecnológico de avanzada.
En la zona sudoeste de Buenos Aires, otra imperante región girasolera argentina, más de un tercio del área ya se siembra con labranza convencional.
Más allá de la “foto” de la situación de la campaña 2021/22, el drama es que la tendencia indica que la tecnología conservacionista se fue evaporando año tras año para regresar a la vieja práctica de la rotura del suelo.
Con el cambio de escenario generado por la salida de Ucrania del mercado internacional, los precios del girasol hicieron del cultivo un gran negocio este año y todo promete que será así también con la cosecha por levantar en 2023.
La pregunta, entonces, es qué sucederá con los planteos tecnológicos en el presente año. ¿Seguirán involucionando en términos de conservacionismo o se revertirá la tendencia observada en los últimos años?
La cuestión, en el fondo, es si sólo se trató de un momento de “debilidad” que será olvidado en el fututo o bien una cantidad creciente de productores de la oleaginosa decidió “tirar la toalla” para no volver a atrás. El tiempo dirá.