Si a la trufa se la conoce como el “diamante negro”, muy codiciado por la alta cocina mundial, no es sólo por su elevado precio sino, sobre todo, por lo complejo que es llevar adelante su producción.
Consciente de eso y, en vistas de que Argentina se inserta lentamente en este mercado de nicho, Faustino Terradas se instaló hace cinco años en la localidad de Espartillar, para fundar TrufaLab, un invernadero donde se trabaja en la profesionalización de la producción de ese extraño fruto y que busca reducir la incertidumbre a los emprendedores que se embarcan en la actividad.
“A mí la cultura trufera me pegó por sorpresa”, dice Faustino. Sorpresa o, más bien, suerte, porque su madre fue una de las impulsoras de los primeros proyectos para trabajar con trufas en Argentina, “Trufas del Nuevo Mundo”. De seguro que el joven empresario escuchó mucho sobre el tema en su casa.
Se estima que una plantación de trufas no demora menos de 10 años en dar frutos de forma sostenida. Dicen que lo bueno tarda en llegar y, si se tiene en cuenta que por este hongo comestible se puede llegar a pagar hasta 1500 euros por kilo en los mejores restaurantes del mundo, no parece descabellado tener paciencia para hacer negocios.
Pero es justamente en ese aspecto en el que reparó Faustino para fundar su empresa. “Lo más importante es empezar con plantas de calidad, porque después es muy difícil revertir la situación”, explicó a Bichos de Campo. Y allí está el leitmotiv de TrufaLab: producir plantines, certificarlos, y asegurar a los productores que, en una década, no tendrán dolores de cabeza con sus truferas.
Para Terradas, no caben dudas de que, si bien es un mercado de nicho, hay mucho terreno para que la cultura trufera crezca. De hecho, con sólo un rápido repaso de las numerosas plantaciones que surgieron en todo el país en los últimos años, queda claro que apostar a la profesionalización puede ser muy rentable. A fin de cuentas, nadie quiere lanzar la moneda al cielo y esperar diez años para ver si sale cara o cruz.
Mirá la entrevista con Faustino:
Para que esa apuesta, que hace tiempo emprendió su madre y hoy encaran muchos otros productores, sea más segura, TrufaLab trabaja sobre el eslabón inicial. En su vivero, producen plantas micorrizadas con Tuber melanosporum, el hongo que luego se cosechará como trufa, y certifican su calidad con un tercero.
“Es fundamental conocer qué grado de micorrizas va a tener en las raíces, que es básicamente qué cantidad de trufa dará la planta”, explicó Terradas. En su caso, sus plantines promedian entre el 20 y 30% de micorrización, y pueden llegar hasta el 60%, un número más que aceptable para llevar adelante una producción sostenida.
Pero ese dato no lo afirman sólo ellos, sino que también lo indica una institución externa a la que se le envían ejemplares de cada lote para certificar su calidad. “Se muestrea el 1% del lote en un proceso destructivo, porque se cortan las raíces para evaluarlas”, detalló el productor. Para eso, cuenta con varias instituciones públicas en el país, pero generalmente elige la Universidad de Córdoba, que cuenta con un departamento de micólogos especializados en las ectomicorrizas.
Está claro que lo que hacen no tiene nada de sencillo, pero eso implica trabajar en la profesionalización de esta actividad agroforestal. A fin de cuentas, gracias a ese proceso, el nuevo productor trufero tiene garantía de que lo que plantó funcionará, y que no hizo una inversión en vano.
De igual modo, una vez superado el obstáculo inicial, también hay mucho para hacer. No por nada Faustino, que ha viajado mucho por el viejo continente y se ha formado en la materia, sostiene que la trufa “es caprichosa” y que requiere mucho trabajo del productor.
Es que, como fructifica a medio metro bajo suelo, generalmente adherido a raíces de robles o encinas, su cosecha implica una suerte de “búsqueda del tesoro”, en la que hay que emplear perros entrenados que rastreen el hongo. Encima, Terradas puntualiza que generalmente varían las profundidades y los tamaños dentro de un mismo lote, lo que agrega más variables al proceso.
Y tampoco termina ahí, porque la etapa de comercialización tiene también sus bemoles. Como la trufa se vende fresca, el empresario señala que “cuanto más rápido se llega al cliente, mejor”, ya que ese intenso aroma y sabor por el que se paga cientos de euros se pierde rápidamente conforme avanzan los días.
Generalmente, sólo se demora unas 72 horas desde el campo al lugar de destino. Las trufas viajan a los hoteles y restaurantes más exclusivos en avión, en compartimentos especiales, refrigeradas, con vacío parcial y papel absorbente. Eso explica el alto costo final que tiene el hongo, y por qué tantos productores argentinos se embarcan en la aventura.
Si las cocinas más importantes de Europa, Estados Unidos y Asia anhelan el “diamante negro” es porque, como alimento, es prácticamente único. Está compuesto por un 70% de agua y tiene un elevado valor nutricional, gracias a las vitaminas, hierro y minerales que contiene.
En ese sentido, Terradas señala que Argentina tiene un elemento a favor para insertarse en el mercado mundial, que es la posibilidad de “comercializar a contra estación con los países del hemisferio norte”. En nuestra latitud, la cosecha de trufa negra se desarrolla entre junio y septiembre, cuando las plantaciones en otros lados del mundo están en reposo. Por eso, Chile y Australia también se hacen fuertes en la actividad.
Actualmente, la mayor superficie implantada está en la provincia de Buenos Aires, con unas 200 hectáreas. Sin embargo, el empresario explicó que “la tasa de crecimiento no tiene los niveles de otros países competidores”, porque corremos con diez años de desventaja. Para un cultivo que fue descubierto hace sólo 5 décadas, es una diferencia notable.
Pero, por esa misma razón, la truficultura también da muchas oportunidades de crecimiento, porque es una actividad nueva, en auge, y muy codiciada alrededor del globo. Si Argentina hace las cosas bien, puede ganarse un lugar en un mercado donde los mejores asientos los tienen España, Francia e Italia, los mayores productores a nivel mundial. Eso es lo que motiva a proyectos como el de TrufaLab.
-¿Cómo evoluciona este proceso de profesionalización en Argentina?
-Está en expansión. Argentina se está introduciendo de a poco en el mercado de la trufa, y gracias a eso tenemos contacto con técnicos y científicos. De hecho, recibimos la visita de especialistas de España, del instituto CITA, que vinieron a nuestro vivero a conocer la forma en que trabajamos.
-¿Qué devolución tuvieron de los especialistas?
-Se sorprendieron por el modo en que trabajamos en Argentina, con grandes superficies y a gran escala. Pero también destacaron el profesionalismo con el que trabajamos, y eso nos da impulso para seguir haciendo lo que hacemos. España es el productor número uno de Tuber melanosporum, la trufa que hacemos en Argentina, y ser reconocidos por ellos es un orgullo enorme.