Esteban Cipponeri es un apasionado de los caballos y un cantor de entrecasa, aunque nació en Buenos Aires, hijo de padre arquitecto y madre médica traumatóloga. De chico apenas conocía un caballo gateado del zoológico o los veía con los Granaderos. Pero cuando tenía 10 años sus padres eligieron mudarse a 191 kilómetros de la Capital, a la ciudad de Las Flores, en busca de una mejor calidad de vida. Es la zona de la “Cuenca del Salado”, donde los campos son arenosos y abunda la cría de animales vacunos y equinos. Estos últimos lo fascinaron a Esteban de inmediato.
Su padre instaló una agencia de automotores Ford en Las Flores y por las ventas de las camionetas F100 solía recorrer los campos. Esteban lo acompañaba. Así fue como conoció la vida rural y los caballos, que le cambiaron la vida y fueron su pasión para siempre. Luego sus padres se mudaron a una quinta en las afueras de la ciudad, en medio de las dos ferias donde se subastaba la hacienda. Comenzó a criar allí sus propios caballos, a jinetear, a ayudar en los remates y luego a trabajar en los mismos.
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-¿Ese amor por los caballos te llevó a tratar de ser veterinario?
-El tema es que mis padres me insistían en que debía estudiar una carrera. Y me fui a estudiar veterinaria a Tandil. Pero hubo más guitarra que veterinaria, mucha noche y poca facultad. Entonces como yo tenía un amigo que se había ido a trabajar con caballos de polo en Estados Unidos y me llamaba para pedirme que me fuera a trabajar, vendí unos caballos y me fui.
-¿Fue tu primera vinculación con el polo?
-Yo empecé con el polo de grande y en Estados Unidos tomé mucho más contacto. Empecé como ayudante de petisero y siempre tuve una gran facilidad para corregir caballos y “hacer” caballos de polo, a lo que me terminé dedicando.
-¿Qué es “hacer” un caballo?
-Hacer un caballo es una tarea larguísima, lleva muchos años, aparte de la genética y con un respaldo económico muy importante. Es agarrar un caballo crudo, que lo único que sabe es galopar, parar y dar la vuelta, y educarlo para que con una sola mano pare adonde vos quieras y que con un mínimo movimiento que le hagas, doble a la derecha o a la izquierda. Después jugué al polo, porque el paso siguiente es meterlos en la cancha. Jugaba con los que se llaman “caballos nuevos”, para que llegaran a ser verdaderamente caballos de polo. Hasta que se me venció la visa y regresé a la Argentina.
-¿Cómo siguió la historia?
-En Las Flores conocí a mi actual esposa. Era 1986, creo, cuando la invité a una final de polo en Palermo. Allí me encontré con Santiago Torreguitar, con el que me había hecho muy amigo en Estados Unidos, quien me dijo: “Vamos a jugar en Holanda que tengo un holandés que quiere invertir en el polo”. Porque allá el polo se había cortado y recién se estaba reflotando.
-¿Allá tuviste que empezar de cero?
-Sí, al principio jugábamos como en un potrero, tuvimos que hacer los arcos de madera porque no había mimbre. Íbamos a dar exhibiciones a castillos donde no había pasto. Después armamos un equipo que fue revolucionario, aparecíamos con tremendos camiones, muy “lookeados”. Las temporadas duran 6 meses, de primavera-verano. Con el tiempo, el polo ya había retomado en Bélgica, entonces nos mudamos a allá, donde aparecieron diez tipos a invertir plata en algo muy caro como es el polo.
-¿Por qué es caro jugar al polo?
-Es caro porque, primero, para jugar polo en Bélgica tenés que llevarte caballos de Argentina. Segundo: tenés que llevar a dos jugadores profesionales con sus familias y alquilarles un departamento. Además, veterinarios y petiseros argentinos –después empezamos a tomar holandeses, belgas, hasta polacos y formamos grandes petiseros de allá-. Armar una cancha de polo cuesta mucha plata: mucho espacio, muchos cortes de cancha, mucha maquinaria, personas para el mantenimiento, boxes. Cada equipo cuenta con no menos de 20 caballos, su comida, los herrajes. Salíamos de Bélgica a jugar por Europa, Estados Unidos, hasta en Malasia. Yo jugaba y estaba a cargo de la cuida, con mis petiseros a cargo. Jugábamos un polo de bajo nivel, respecto de Argentina, pero muy competitivo.
-Finalmente el polo genera un enorme movimiento económico y de trabajo a un montón de argentinos. Pero existe un prejuicio de que es un deporte de y para ricachones…
-Hay gente que gana mucha plata con la exportación de los caballos. Pero después hay un gran movimiento de petiseros, veterinarios y “pilotos”, que son los que ponen a punto el caballo para que se suba el jugador.
-¿Así que colaboraste con la reintroducción del polo en los Países Bajos?
-Más tarde, en la parte flamenca de Bélgica se armó un club, “La Estancia”, todo decorado a lo argentino, con tranqueras, donde mi esposa estuvo a cargo del club house. Allí hicimos cosas muy lindas y lo curioso es que el polo los convocaba, pero después resulta que esperaban más la fiesta del asado y la guitarreada, al punto que hasta logramos instalar la cultura del “mate time” (en reemplazo de la hora del té) y de la siesta tan necesaria.
-Pero todo eso no llegó a remplazar la argentinidad, porque Las Flores te tiró de vuelta.
-Lo que pasa es que el desarraigo es muy duro. Todos nos quejamos de lo que nos pasa en nuestro país. No es ninguna novedad que Argentina es difícil, pero siempre fue difícil. ¿Y cuando te vas, cómo trasladás tus afectos? Tu lugar es tus afectos, no es otra cosa. Es importante ir a buscar plata y traerla para engordar en divisas a la Argentina. A los 40, me dije: “Esto ya está”. Y cuando tuve mis hijas comencé a viajar menos hasta que ya me quedé en mi país. Acá empecé a jugar mucho menos, porque en Las Flores hay muy poco polo.
-¿Pero seguiste muy ligado a los caballos?
-Tuve acá mismo un centro de transferencias embrionarias con un veterinario amigo y hoy me dedico a conseguir y vender las yeguas cuyos vientres ofician de “envases” donde se gestan clones. Además tengo algo de cría y algo que compro. Lo adelanto un poco y lo vendo como un futuro caballo de polo para que otro lo continúe. Eso es parte de mi sustento. Y después compro y vendo caballos de los que hay pocos, que la gente necesita: el primer caballo, hipermanso, de paseo o petizos para que los chicos empiecen a jugar al polo, para estancias, para trabajos en el campo. No compro caballos para frigoríficos, para carne, porque amo tanto a los caballos que me cuesta mandarlos a faenar. No puedo hacerlo, aunque sea muy buen negocio.
-¿Y ahora?
He criado a mis hijas gracias al polo, pero hace 5 años que no voy a un “Abierto”. Hoy ellas están grandes y necesito muy poco para vivir. Cumplí 60 años y decidí armar una especie de peña para juntarme con amigos, que coman, beban y hablemos de caballos o cantemos buen folklore. Hoy sigo tan enamorado de los caballos como cuando era joven.