Los eventos en las embajadas suelen ser por demás aburridos. Algo así como ver una película por tercera o cuarta vez. Ya se sabe de antemano lo que se va a decir en un lenguaje diplomático que derrocha tanta corrección política como gestos de amabilidad.
Sin embargo, a veces –no muchas– ocurren sucesos inesperados, como el que me tocó presenciar esta semana en la Embajada de Alemania localizada en el barrio porteño de Belgrano.
El embajador alemán Dieter Lamlé brindó un discurso de bienvenida a la viceministra de Alimentación y Agricultura de Alemania, Claudia Müller, quien se encuentra de visita oficial en la Argentina.
Lamlé señaló que Müller no tardaría en descubrir las enormes extensiones de un país como la Argentina, el cual, a diferencia de Alemania, carece de una gran superficie dedicada a la producción agropecuaria. “Allá peleamos por cada centímetro cuadrado”, exageró.
Cuando estaba a punto de cerrar el discurso, Lamlé no pudo contenerse y agregó que además había otra gran diferencia entre Argentina y Alemania: “Aquí no tienen a Bruselas”.
Semejante afirmación causó sorpresa entre los presentes en el evento e incluso algunos –como el que escribe estas líneas– aplaudimos la valentía del diplomático alemán.
En el evento un tema obligado de conversación fue –obviamente– la normativa europea antideforestación, la cual, en los hechos, representa una injerencia en la soberanía de las naciones que viven de producir y comerciar productos agroindustriales.
En la Argentina, como estamos acostumbrados a convivir con situaciones extremas, producto de la organización delictiva (Milei dixit) del Estado que se dedica a expoliar a sus vasallos, logramos aprovechar la nueva exigencia para diseñar un sistema de trazabilidad integral (Visec) que, en una primera instancia, se empleará para las exportaciones de carne vacuna y productos del complejo sojero. Así transformamos una amenaza en una alternativa de oportunidad.
Si bien las víctimas foráneas de la nueva normativa europea solemos interpretarla como un misil específicamente diseñado para neutralizar nuestras oportunidades de desarrollo económico y social, la realidad es que las regulaciones también le joden la vida a cientos de miles de productores europeos. Las protestas masivas realizadas en los últimos meses en varios países del viejo continente son una muestra del nivel de hartazgo presente en el ámbito agropecuario.
Las reveladoras palabras de Lamlé son útiles para recordar que las políticas elaboradas en Bruselas no están particularmente destinadas a ciertos países en particular, sino al sector agropecuario en general para detener su capacidad de expansión territorial.
Incluso han tenido la torpeza –en el mejor de los casos– de incluir al café y al cacao en la normativa antideforestación, dos productos que suelen comercializarse de manera informal en gran parte de las naciones productoras, lo que implica que la oferta exportable de ambos commodities hacia la Unión Europea va camino a experimentar una reducción drástica. Beber café y disfrutar de un tableta de chocolate en unos años más será un placer exclusivo para los europeos ricos.
Cuando se le quita la “careta” a la regulación antideforestación, entre otras normativas obstaculizantes, queda desnuda la ideología de la que se nutre esa política, que no es otra que la creencia de que sobra mucha gente en el mundo. Como por fortuna ya no es éticamente viable amontonar personas en campos de concentración para luego vaporizarlas, al menos queda la opción de liquidar la posibilidad de crecimiento de las fuentes de sustento de la población.
Es triste tener que reconocer que algunas ideologías que se creían extinguidas luego de la Segunda Guerra Mundial siguen vivitas y coleando entre nosotros, aunque vestidas con disfraces no sólo más digeribles, sino incluso vistosos para ser exhibidos en las ferias colmadas de esnobs ansiosos por consumir la última de las novedades.