El hecho de que el tipo de cambio esté intervenido por el gobierno nacional hace que cualquier debate sobre si el mismo es adecuado o no para la economía argentina sea tan fútil como vacuo.
Javier Milei ganó las elecciones prometiendo que detendría la espiral hiperinflacionaria provocada por el kirchnerismo y logró cumplir su propuesta electoral. Sin embargo, su principal misión no es tal, sino ordenar de manera definitiva la cuestión cambiaria para que los precios relativos de todos los bienes y servicios sean los que deben ser, incluyendo –claro– el del dólar estadounidense.
Para el sector agroindustrial argentino se trata de una cuestión crucial porque sin un ámbito macroeconómico ordenado –como el presente en Brasil, Uruguay, Paraguay o Chile– enfrentará restricciones de competitividad sistemáticas que lo mantendrán operando, como en la actualidad, muy por debajo de su potencial.
Durante la década del ’90 Brasil y la Argentina enfrentaron desafíos similares y los resolvieron con programas monetarios exitosos –el Plan Real y la Convertibilidad– que, cuando llegaron al final de su vida útil, tuvieron desenlaces disímiles.
Mientras que en Brasil el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso optó por liberarse del “cepo” cambiario a comienzos de 1999 para que los precios alcanzaran los niveles de equilibrio correspondientes, en la Argentina Carlos Menem optó por esconder el problema por razones políticas y lo mismo hizo su sucesor Fernando de la Rúa para, finalmente, dejar que el problema explotase a fines de 2001 con consecuencias devastadoras.
Con la devaluación del real brasileño, la inflación subió, pero luego, gracias al hecho de mantener un equilibrio en las cuentas fiscales, se desaceleró para consolidar un período de orden macroeconómico que ya acumula tres décadas. Y eso gracias a que el sucesor de Cardoso, Inácio Lula da Silva, al asumir la presidencia en 2003 mantuvo la política fiscal y cambiaria heredada para aprovechar así el auge del alza de los valor de commodities, lo que promovió una fase de crecimiento económico en Brasil que contribuyó al desarrollo del país como una potencia agroindustrial.
Argentina, con un sector agropecuario mucho más formidable que el de su vecino por razones geográficas y culturales, fue perdiendo relevancia en el mundo como proveedor de alimentos hasta quedar reducido a la sombra lo que pudo haber sido.
Ahora disponemos de una segunda oportunidad y, tal como le sucedió a Cardoso un cuarto de siglo atrás, tenemos la opción de animarnos a dar el salto para abandonar el cepo cambiario o permanecer atados al mismo pensando que es demasiado riesgoso sin calibrar adecuadamente los problemas que se van acumulando con una política intervencionista.
El animarse a dar ese salto, por cierto, es algo que puede salir mal en un país como la Argentina, dado que, a diferencia de Brasil, no tiene clase dirigente, sino un conglomerado de corporaciones cleptocráticas. Pero no animarse a darlo es algo que seguramente va a salir mal: sólo es una cuestión de tiempo para que eso suceda.
Las intervenciones del mercado cambiario han representado en la Argentina una herramienta para extraer recursos a los sectores exportadores –con el agro a la cabeza– cuando la opción tributaria se consideró agotada por haber alcanzado el límite de lo tolerable por parte de los oprimidos.
La lección del conflicto agropecuario (2008), en ese sentido, fue muy bien aprendida por los parásitos integrantes de la oligarquía política. Una violación a cara descubierta, que a plena luz del día hubiese resultado inaceptable, pudo ser concretada sin mayores problemas en la oscuridad y con la víctima aturdida con somníferos. Pero el hecho de que no se perciba como tal, no implica que no ocurra: lo mejor es terminar definitivamente con ese abuso.