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El “Suri” Pérez se crió persiguiendo ñandúes en el sureste santiagueño, donde ya comenzó a volver: En el medio, logró ser veterinario, formó familia cerca de Rosario y le canta a sus raíces

Esteban “El Colorado” López por Esteban “El Colorado” López
15 enero, 2024

Rubén “Suri” Pérez, con sus 40 años, es veterinario y vive con su familia en Granadero Baigorria. Todos los días se va con su señora, Luciana Peirone, también veterinaria y madre de sus dos hijos, a atender la clínica que comparten en Capitán Bermúdez, al norte del Gran Rosario, en la provincia de Santa Fe.

Ellos se conocieron estudiando en la facultad, en Casilda, y se asentaron cerca de la gran urbe rosarina. Pero la identidad y la crianza de Rubén recibidas de su familia de sangre sanavirona, en el sureste santiagueño, han sido tan fuertes que lo han marcado para toda su vida. Lo hicieron guitarrero y cantor, y su felicidad es poder contar en sus letras la cultura aborigen de sus ancestros, a la que aprecia más que el oro, y aquel pago que percibe como su lugar en el mundo.

Canta los fines de semana, cuando no viaja al campito que se compró allá en el paraje La Providencia, donde se crió y donde tiene convencidos a su señora y a sus hijos de irse a vivir muy pronto. “A pesar de que los caminos no han mejorado mucho”, advierte.

El “Suri” abrevó el arte de la música, el canto y la poesía desde chico, de su familia, en aquel paraje ubicado en el sureste de la provincia de Santiago del Estero, cerca de la localidad llamada Argentina. El mismo está pegado al emblemático Río Dulce. Cuenta que a causa de una gran inundación, tuvieron que llevarlo a nacer en la ciudad de Ceres, al norte de Santa Fe.

Describe: “Conservo una foto de mis bisabuelos, que llegaron a La Providencia en la década del ’30, arreando majadas de ovejas y chivos, desde Chilca Juliana. También criaban mulas que vendían al Alto Perú. Por eso mi familia practicaba la trashumancia. Recuerdo que siendo chico, dormíamos en chocitas de lona, sobre el apero, y que iban de un lado a otro buscando agua y tenían que darle a la pala, en su búsqueda.

Ahora se ha conseguido en esa zona que se hiciera un canal para que no sucediera más y así hay agua disponible todo el año, lo que favorece la cría ganadera. Por eso abundan los pequeños productores bovinos de entre 50 y 100 madres.

Prosigue Rubén hablando de sus padres y su familia: “Ellos eran quichuistas, pero como estaba mal visto por los patrones y autoridades, hablaban sólo entre ellos, como en privado, y a nosotros nos mandaban al fondo para que no escucháramos. Sin embargo, tengo un hermano que escribe coplas en quichua. Mi abuela materna era sanavirona y tejía en telar. Mi papá me ayudaba a moldear los cueros de nutria, que vendíamos para sobrevivir”.

“Soy el último de 7 hermanos y mi madre, a varios los parió en el campo -recuerda Rubén-. Hice la escuela primaria en La Providencia. Mis abuelos prestaron su rancho para que la misma empezara a funcionar”.

“Mi madre cocinaba gratis en casa para toda la escuela y la veía llegar con la comida y nos traía tortillas hechas al rescoldo, con mate cocido. Lavaba los platos y se volvía a casa. Ella antes de amanecer ya había ordeñado 10 vacas. Hacía quesos y los vendía. Teníamos 40 vacas criollas más las de mi abuela. También cosía remiendos para afuera, criaba 70 cabras y 40 ovejas”.

“A mis 14 años fui de pupilo a la escuela agrotécnica de Ceres. Mi hermano me iba a buscar en un caballo de tiro y algunos fines de semana me quedaba. La mayoría de mis compañeros eran hijos de puesteros. Todo el mundo andaba a caballo o en sulky. Agradezco haber vivido esa vida y no cambiaría nada de mi infancia ni de mi adolescencia. Mi mamá nos enseñó a ser dignos a pesar de nuestra pobreza”, sentencia.

 

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Suri Pérez cuenta que su familia le bajaba la salinidad al agua con las cenizas de jume: “En nuestra zona crecen 3 tipos de planta de jume, pero hay 4 variedades, las que según el poeta puntano, Antonio Esteban Agüero, ‘resume los desiertos salinos’ y que en el noroeste se utiliza como lejía para ablandar el maíz y preparar mazamorra o locro”.

“Uno es el jume negro; otro, el juyi; y el común. El juyi es chiquito, de unos 40 centímetros de alto, y crece donde el suelo es muy salitroso. La variedad más alta llega a dos metros y medio. Mis abuelos le quitaban la sal al agua, porque era dura, cortaba el jabón y éste no hacía espuma, debido a su abundancia de sulfato y carbonato. Para ello utilizaban la ceniza de la planta de jume. Hacían jabón con grasa de burro. Y nosotros solíamos hacer 10 kilómetros en la volanta, para buscar agua del pozo de un vecino, que se pudiera tomar”, recuerda.

“Mi padre nos mandaba a cortar ramas de jume –continúa-, la dejábamos secar durante unos 8 días, pero que no se secara del todo. Decíamos que la ‘amortiguábamos’ y quedaba toda negra. La quemábamos y con la ceniza que quedaba, oficiaba de lejía. Echábamos el agua dura en un tambor, al que le hacíamos fuego por abajo. Cuando ésta estaba caliente, le echábamos la ceniza. Por diferencia de cargas de iones -explica-, le iba absorbiendo los sulfatos y carbonatos, depositándose en el fondo del tacho y dejando arriba un agua de lejía o blanda, que usábamos para lavar la ropa o bañarnos. Compuse un valsecito al que llamé ‘Agua de lejía’, en la que describo todo esto”.

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Consultado sobre por qué le pusieron Suri de apodo, explicó: “Me dicen Suri porque en la facultad se asombraban que yo corría suris o ñandúes con las boleadoras y me buscaban para comer picana, que es la carne de la parte del lomo, y se hacen milanesas, por ejemplo. Antiguamente se cazaba rodeándolo entre 30 a 40 personas. En mi época de la facultad éramos 10 o 15. Le pasábamos la grasa del suri por el hocico del caballo, para que no desconociera al ñandú. Cortábamos las varas de jume verde y sobre ellas asábamos al suri. Por eso me pusieron ‘El loco de los suris’ y me quedó ‘El Suri’, nomás”.

Pensando en sus antecedentes de cantor y guitarrero, Rubén los halla en sus mayores: “Un tío abuelo era de sangre sanavirón y tocaba la guitarra y el bandoneón. Él sabía algunas danzas folklóricas que casi nadie conocía. Mi papá construía ranchos de adobe y mi tío abuelo le había enseñado a tocar la guitarra. Llegaba de trabajar y todas las tardecitas era un ritual para él ponerse a tocar la guitarra en el patio. A mis 5 años, ya los acompañaba en gatos y chacareras con mi guitarra”, recuerda.

Y agrega con orgullo: “Recién en 2015 empecé a escribir canciones y hoy compongo hasta chamamés y rasguido dobles, porque también toco el acordeón a piano. He formado varios grupos y hoy me presento en festivales como solista con mis músicos. Soy amante de la tradición y de la vida gauchesca, leí mucho a Yupanqui. Con mis hijos leo el Martín Fierro, Shunko, a María Elena Walsh, andamos a caballo y juntamos frutos como las dulces ulúas y los quiscaloros, que son menos dulces, pero me encanta que aprendan a conocer y a gustar del monte”.

Su maestro, poeta y amigo, Mario Alessandrini, contó esta historia de Suri Pérez en la letra de una canción, a la que Mario Camacho y Marcos Montes le pusieron música y la titularon “El Suri (historia real)”. La interpreta Ramón Fernández:

 

“Siempre sentí el compromiso de trabajar para que mi pago de La Providencia progresara y le he dedicado mucho tiempo y esfuerzo a eso, yendo y viniendo. Allí compré 250 hectáreas, que eran parte de una vieja estancia, a la que había alambrado mi papá en 1969. Le puse ‘La Nucha’ y queda a 3 kilómetros del campito de mis abuelos, donde vive mi hermano. Empecé a armar una casita, un galpón y con mi familia fuimos poniendo un molino, un tanque australiano para los animales, paneles solares y un inversor de energía”.

“La zona no es apta para la agricultura, porque es baja, arcillosa, de suelos salinos. Empecé a llevar vacas y armé un rodeo de cría, hoy con 120 madres, algunos cabritos y dos caballos, Florencio y Rocinante. Vienen profesionales amigos a inseminar y yo me ocupo de la sanidad, de caravanear y demás, junto a mi señora, y con la ayuda de mis hijos, que lo toman como un juego, enamorados ya de la vida campera”.

Culmina Suri Pérez: “La clínica en Bermúdez, en la que hasta hoy tenemos mucho trabajo, es de animales pequeños y curiosamente mi señora le puso ‘Santiago’, antes de conocerme, porque está sobre la calle Santiago, cuando yo le he contado y cantado de mi provincia desde que la conocí, hasta convencerla de irnos a vivir. Pensamos venderla o alquilarla, cuando nos vayamos a vivir a Santiago. ¿Y por qué no, abrir una clínica en La Providencia, al servicio de mi gente?”

“Ya veremos. Lo cierto es que tenemos muchas ganas de irnos a vivir al campo, y yo, de regresar definitivamente a mi lugar en el mundo”.

Suri Pérez está por sacar a la luz su segundo disco y nos ha querido despedir con un chamamé, del cual es autor y compositor, “Destino de Querencia”:

Etiquetas: cantores criolloscapitan bermudezcultura criollaganaderíaparaje la providenciaplanta de jumeRubén “Suri” Pérezsantiago del esterosuri perezveterinarios
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