Gonzalo Meschengieser, médico sanitarista (MN 117.793), es también el CEO de la Cámara Argentina del Agua. Envió esta columna de opinión a Bichos de Campo, y como la consideramos útil y oportuna, en el marco de la crisis hídrica que padecen muchas regiones productivas del país, es que disfrutamos compartirla con nuestros lectores.
Esta es la columna:
La Argentina suele jactarse de ser uno de los países más privilegiados en materia de agua dulce. Según cifras internacionales, está en el puesto 16 entre las naciones con mayores reservas hídricas crudas y en el 6º lugar en cuanto a la dotación de agua per cápita.
Sin embargo, esa abundancia no es pareja: más del 75 % de los recursos hídricos renovables superficiales se concentran en la región central, la Pampa Húmeda y, en particular, el área metropolitana de Buenos Aires. Es la versión hídrica del viejo dicho “Dios atiende en Buenos Aires”: la riqueza de agua también está centralizada.
El corazón productivo del país -la llanura pampeana- no solo cuenta con abundantes lluvias y ríos como el Paraná y el de la Plata, sino que suma un acceso privilegiado a reservas estratégicas como el acuífero Puelche y el sistema Guaraní, uno de los mayores del planeta, del que aún no se conocen sus límites. A ello se suma la cercanía al océano Atlántico, que permite pensar en tecnologías de desalinización o abastecimiento para la industria portuaria. Esta concentración ha resultado históricamente en la radicación de industrias, empresas y población en el área metropolitana. No es casualidad: el agua es un insumo esencial para la producción, para la energía, para la vida.
Mientras tanto, grandes extensiones del país sufren escasez estructural. El norte y el oeste argentino enfrentan sequías periódicas y menor disponibilidad de agua superficial o subterránea de buena calidad. Muchas comunidades dependen de camiones cisterna o de la recolección de agua de lluvia. Según relevamientos sociales, en zonas rurales de Santiago del Estero, Chaco o Salta, familias deben destinar varias horas diarias al acarreo de agua, lo que implica menos tiempo para el trabajo remunerado, para la educación o para el cuidado de la salud.
La falta de agua segura es también generadora directa de desigualdad en términos sanitarios. Los datos muestran que la diarrea infantil -vinculada al agua contaminada- es causa de ausentismo escolar y de enfermedad evitable. En comunidades sin servicio formal de agua potable, la probabilidad de internaciones por enfermedades gastrointestinales es muy superior. Las mujeres y niñas suelen ser las encargadas de recolectar y almacenar agua, soportando la mayor carga de trabajo no remunerado.
Estas desigualdades se profundizan con el cambio climático. Sequías más prolongadas o intensas ya afectan la recarga de acuíferos y la previsibilidad de las lluvias. En los últimos años, la región centro y el litoral vivieron una bajante histórica del Paraná, mientras que otras regiones padecieron inundaciones repentinas y erosión. Todo esto tensiona aún más los sistemas de abastecimiento.
La concentración de agua también implica concentración de oportunidades. Las empresas tienden a radicarse donde tienen garantía de insumos confiables, lo que alimenta el círculo vicioso: más empleo y población en el conurbano bonaerense y mayor presión sobre los servicios urbanos, mientras muchas localidades del interior se vacían. Según proyecciones demográficas, el Gran Buenos Aires continuará creciendo por migración interna, en buena medida empujada por la búsqueda de agua, trabajo y servicios.
La paradoja argentina es que el país tiene agua de sobra a nivel global, pero la usa mal y la distribuye peor. Más del 70 % del agua se destina a la agricultura, con sistemas de riego insuficientes. En las ciudades, las redes de agua potable y saneamiento siguen incompletas: casi 5 millones de argentinos carecen de acceso formal a agua segura y unos 15 millones no tienen cloacas.
¿Qué hacer? La clave está en reconectar los sistemas de abastecimiento. Esto no significa solo tender caños, sino planificar de manera integrada. Hace falta invertir en redes locales y regionales, desarrollar sistemas de almacenamiento y distribución que equilibren la oferta y la demanda, y promover el uso eficiente en agricultura e industria. También se necesitan obras de captación, tratamiento y saneamiento que contemplen la variabilidad climática y el crecimiento poblacional.
El agua es un derecho humano reconocido internacionalmente. Es también un factor estratégico de desarrollo, capaz de generar inclusión o profundizar desigualdades. Para que deje de “atender solo en Buenos Aires”, Argentina necesita políticas que piensen el agua como un bien común y un puente entre regiones, no como un privilegio geográfico.