Sobre la calle principal que recorre toda la extensión de Colonia Caroya, al norte de la provincia de Córdoba, se encuentran las históricas instalaciones de La Caroyense, una bodega fundada en 1930 de la mano de inmigrantes italianos provenientes del Friuli. Sus instalaciones, por demás imponentes, han llegado a competir cabeza a cabeza en capacidad productiva con las principales bodegas de Mendoza y San Juan, aunque eso hoy es tan solo un recuerdo.
Con 92 años de existencia, a punto de alcanzar los 93, sus extensos pasillos y subterráneas cámaras no solo son refugio de las distintas variedades de uva de la zona y del vino que con ellas se produce, sino también de las memorias de quienes instalaron la producción vitivinícola al pie de las sierras cordobesas.
Y aunque en ocho años llegarán al centenario, los guías turísticos que se pasean por las instalaciones, acompañando a los curiosos visitantes, aseguran que la historia de la bodega tiene lazos con el siglo XVII.
“Aquí elaboramos el vino de misa con la receta de los jesuitas. Es el único vino en Córdoba apto para la Santa Misa”, contó Jésica Acosta, guía de la bodega, durante una visita de Bichos de Campo. Pero ese no es el único roce de La Caroyense con el ámbito religioso, si no que además sus instalaciones replican las de una catedral ubicada en la ciudad italiana de Udine.
Durante su época dorada, esta bodega llegó a procesar 35 millones de kilos de uva y a producir 16 millones de litros de vino por año. Su especialidad siempre fue el trabajo con la uva “chinche” o frambua, aunque con los años también sumaron los varietales tannat, malbec, cabernet sauvignon, torrontés, entre otras.
Por varias décadas esta empresa se estructuró como una cooperativa, que dio trabajo a muchas familias de la zona. También mantuvo relaciones con las provincias de Mendoza, La Rioja y Catamarca para recibir uvas de distintas variedades, con quienes todavía mantiene estrechos lazos.
Hoy sin embargo se ha quedado considerablemente atrás de las producciones de esas provincias cuyanas, alcanzando solo los 700.000 litros anuales pero manteniendo aún el 75% de la producción provincial.
¿Qué impulsó esa caída? Una pedrada, de la que todavía hablan los habitantes más longevos de la colonia, que obligó a los productores a reconvertir sus fincas ante la destrucción casi total de sus viñedos. A eso, claro, le sigue una cuestión generacional que dejó a muchas plantaciones familiares sin personas para que las atiendan.
En el año 2000 la cooperativa finalmente entró en quiebra y fue vendida en una subasta pública. Para la suerte de la colonia, la misma fue comprada por interesados en mantener sus raíces y su funcionamiento.
Actualmente, quien visite las instalaciones puede adquirir distintos tipos de vino tinto, blanco y espumantes. Hasta el 2020 también se encontraba la grappa entre su cartera de productos, algo que ya hoy se ha discontinuado.
“Nuestros vinos son más livianos por el clima y la altitud, no tienen punto de comparación con los de la región cuyana. Son de menor color y menor graduación alcohólica. Normalmente tienen entre 11,5 y 12 grados de alcohol, y en Mendoza conseguís con hasta 15 puntos”, explicó a Bichos de Campo Agostina Lucchesi, enóloga de la bodega.
Para seguir manteniendo su lugar dentro del mercado local, la especialista indicó que también apuntan a otros nichos como los jóvenes, por lo que producen algunas líneas de vinos dulces en botellas con tapa corona.
“Nos vamos aggiornando a lo que quiere el consumidor, sin perder la tradición que es lo importante”, indicó.
En ese sentido, otra tradición que mantienen es la de acompañar a los productores al igual que lo haría una cooperativa.
“Nosotros como bodega siempre tratamos de contener a los productores. Hay muchas cosas que se trabajan en conjunto. Nuestro ingeniero agrónomo los visita, los aconseja, y por ejemplo, si hay que comprar un producto la bodega se hace cargo para que ellos no tengan que obtenerlo uno por uno. Siempre estamos ahí para lo que necesiten. No sabemos si va a crecer la producción pero al menos queremos mantenerla”, reconoció Lucchesi.
La visita por las instalaciones que llegaron a tener una hectárea de superficie cubierta, se completa dos perlitas que dan cuenta de lo fascinante de su historia.
Casi en la entrada de la bodega, enormes toneles de origen austríaco se mezclan con el decorado. Se trata de una inversión fallida que la cooperativa realizó en 1940, ya que luego de un largo viaje en barco llegaron en condiciones que impidieron su utilización para guardan el vino.
“Se deterioraron con el viaje y llegaron con una falla que produjo una macro oxigenación. Muchas partículas de oxígeno ingresaban por pequeños huecos en la barrica que hicieron que el vino se oxidara y no tuviera ninguna rentabilidad. Aquí los mostramos al público”, relató Jésica Acosta.
La otra curiosidad, quizás la más interesante de todas, son los piletones de maduración subterráneos cuyas dimensiones superan en algunos casos a las de un departamento dos ambientes.
La bodega cuenta con 250 de esas habitaciones, capaces de albergar hasta 60.000 litros en el caso de las más amplias. Allí el vino permanecía de cinco a nueves meses, dependiendo de la cepa, y su interior era tratado con una pintura similar a la epoxi actual, que protegía al preparado de su contacto con el hormigón.
“La capa marrón que cubre las paredes son restos de vino. Es la borra que quedó pegada de la época en que se vaciaron los piletones, que fue aproximadamente hace unos 50 años”, señaló Acosta.
A eso se le suman unas paredes gruesas rellenas de tierra, que permitían mantener la temperatura del lugar durante la época en que no existían los sistemas de refrigerado. Hasta el día de hoy, ellas mantienen la temperatura del subsuelo entre los 16 y los 17 grados centígrados.
Aunque esas instalaciones ya se han reemplazado por contenedores más modernos e higiénicos, la bodega los conserva para no olvidar su origen.