Como todos los años coincidiendo con las vacaciones de invierno el jueves pasado comenzó La Rural de Palermo. Al ser periodista agropecuaria el sentido común indicaba que estuviera ahí, pero yo sabía que mis compañeros de Bichos de Campo estaban cubriendo minuciosamente toda la jornada y que mi presencia no era necesaria; fue así que me puse con total desparpajo el sombrero seleccionador de periodista de arte/cine/teatro
Quizás porque “a la realidad le gustan las simetrías”, como dice Borges en el cuento ¿gauchesco? El Sur, el destino quiso que la obra a cuyo estreno asistía se realizara en el Teatro Sarmiento, justo frente a la entrada principal de La Rural. Como llegué muy temprano (faltaban más de 45 minutos para que habilitaran sala) tuve la tentación de cruzarme a ver qué estaba pasando ahí enfrente. Pensé que podría al menos dar una vuelta por algún stand y ver qué onda; incluso podría detectar alguna nota para más adelante.
Dudé. Miré la entrada que tenía en mis manos. La tentación era grande pero finalmente temí que se hiciera tarde por entusiasmarme con algún posible entrevistado (hace rato que quiero escribir algo sobre las Blondes D´Aquitaine) o por encontrarme con algún amigo o colega.
Decidí entonces caminar por la Avenida Sarmiento, al costadito del Ecoparque. En uno de esos grandes paredones un cartel llamó mi atención a pesar de ser en blanco y negro. Mostraba la foto de un hombre a caballo y una leyenda que decía “Ni cultura ni tradición, maltrato animal”. Le saqué una foto y tuve el impulso de mandársela a Longoni, mi editor. Pero inmediatamente pensé que estaría ocupado en temas pesados como lo del INTA, las medidas de Sturzenegger o las retenciones que van a ser cero pero no se sabe cuándo, y desistí: no quería que lo que era una broma terminara en una situación enojosa.
Miro el reloj y recién son las 19:30. Aún falta media hora para que empiece la obra y de nuevo una oleada de ganas de cruzar la calle y hacer una escapada a la 137 edición de La Rural. “No es necesario”, me digo, “seguramente la semana que viene tendrás que ir varios días, hoy no es el día”. Vuelvo a mirar el cartel blanco y negro del jinete y detengo la mirada en la Avenida Sarmiento que separa al teatro del predio rural. Por un momento esa división urbanística (y que lleva el nombre de ese prócer, héroe para algunos y demonio para otros) me recuerda la dicotomía civilización o barbarie y la remanida grieta campo-ciudad. Pero me contengo y evito caer en esos pensamientos que en este contexto no me conducen a nada.
La obra que he venido a ver se llama “Al oeste, capítulo I y II”. Como afiche publicitario se exhibe un hombre vestido al estilo western spaghetti (en realidad podría ser de un western común, pero como luego habrá referencia al músico Ennio Morricone el sentido ya está anclado): botas y sombrero tejanos, jeans, cinturón con hebilla grande y campera de cuero crudo marrón.
Pero resulta que el Oeste al que se hace referencia es el oeste argentino, más precisamente Mendoza y también San Andrés de Giles. Me muevo un poco en la butaca porque esto me ha sorprendido: no es común que en las obras de teatro se hable de cosas que están más allá de la General Paz. “Tampoco es común que haya caballos, vacas y ovejas en plena Ciudad de Buenos Aires”, me dice una de mis voces. La hago callar y vuelvo a concentrarme en los actores.
Mi desconcierto e interés pican en punta cuando el texto de la obra se va para el Chaco, para el Impenetrable, y específicamente a un establecimiento agropecuario (sí, hay un establecimiento agropecuario) llamado La Hilda. Me sorprendo más todavía cuando aparecen con todas las letras las palabras “vacas”, “ganadería” y hasta “carneada”. Miro a mis costados y confirmo que sí, que sigo en el teatro, que no he cruzado la avenida Sarmiento.
La obra tiene mucho de onírico. Quizás por eso a mí misma me parece estar en una situación de ensueño hablando de vacas en un teatro céntrico, a una cuadra de un McDonald’s y a pocos metros de donde estará durmiendo Escocés, ese toro de mil kilos que fue el primer animal en llegar a La Rural hace unos días.
Vuelvo a mirar el escenario. Me pregunto de qué vaca estará hablando Martín Flores Cárdenas, el autor/ director de esta obra, qué animal se le habrá figurado en la cabeza cuando escribió “vacas” y “ganadería”. ¿Habrá pensado puntualmente en un Angus o Hereford o se le habrá figurado la arquetípica vaca lechera blanca y negra? ¿O quizás no fue nada tan puntual y solo fue la palabra “vaca” casi como una abstracción para representar el campo, lo lejano, la barbarie?
Quisiera preguntarle todo eso y más (lo haré) porque siento que estoy frente a una gran obra, una obra de arte en todos los sentidos: por ser vanguardista, por tener elementos pop, por generar cosas en el espectador, por proponer algo distinto, por hacer de lo íntimo una escena pública. En fin, me gusta mucho esto que estoy viendo. Lo saboreo. Me despierta ideas y sentimientos.
Son casi las 10 de la noche cuando finalmente salgo del teatro. Miro hacia La Rural y está todo apagado, al menos para el público general. Quizás haya algún cóctel de bienvenida o algún evento social. Me vendría bien un sánguchito o una empanada tibia a esta hora, también una copa de vino. Mientras apuro el paso para tomar el subte me imagino a los cuidadores de los animales, preparando todo para mañana y turnándose para ver quién se va a dormir al hotel, quién se queda hasta tarde y quién sale a perderse en la noche de la gran ciudad.
La obra “Al Oeste: Capítulos I y II” se puede ver de jueves a domingos a las 20 horas en el Teatro Sarmiento (Av. Sarmiento 2715). Duración: 60 minutos (se extiende) y las localidades valen 15.000 pesos (salvo los jueves que bajan a 8.500).