Primero aparecen dos y luego resultan tres los que vuelan sobre nuestras cabezas, en círculos. Son jotes y se alimentan de carroña. Alguien hace un chiste al respecto (la palabra carroña siempre genera reacciones) mientras comemos mandarinas frescas como recompensa luego de un trekking hasta la cima de una formación rocosa, desde donde vemos islas y un mar que se pasa de enorme y hermoso.
Estamos en Isla Leones, uno de los portales de acceso a la Patagonia Azul, en la provincia de Chubut. Se trata de un territorio que se extiende entre Comodoro Rivadavia al sur y Rawson al norte, la Ruta Nacional 3 como límite terrestre y la milla náutica 24 como límite marino.
El nombre surge en 2015 a partir de la declaración de la Reserva de Biosfera Patagonia Azul por parte de la Unesco y que, con sus 3,1 millones de hectáreas, es la más grande del país y riquísima en vida silvestre. En el Mar Argentino hay más de 300 especies de peces, 8 de pingüinos, 8 de albatros, 19 de petreles, 9 de ballenas, 32 de delfines, 4 de lobos marinos y 5 de focas.
Como si fuera poco, esta zona alberga un AICA, que es un área de importancia para la conservación de las aves, ya que es utilizada por 55 especies de aves marinas y costeras que nidifican, se alimentan y descansan en islas, islotes, penínsulas y otros accidentes geográficos. Algunas de estas especies tienen carácter de vulnerables, cercanas a la amenaza o en peligro de extinción, tales como el albatros ceja negra, albatros real, petrel negro, pardela cabeza negra, flamenco austral, paloma antártica, chorlito ceniciento y playero rojizo.
Pero volviendo a esta crónica por la Patagonia Azul, nuestro recorrido comenzó el día anterior en un campo pegado a Bahía Bustamante, un campamento alguero que se dedicó a la cosecha de algas entre las décadas de 1960 y 1980. El campo donde nos encontramos alberga al portal turístico llamado Portal Bahía Bustamante (sí, como la bahía y el pueblo) y al centro de interpretación Patagonia Azul. Allí se brinda información sobre los valores de esta zona y las amenazas que sufre, como la pesca de arrastre que genera una “deforestación del fondo del mar”, como nos explica nuestra guía.
Antes de convertirse en un lugar de turismo este predio fue una estancia llamada La Ibérica, dedicada a la producción de ovinos. Hoy es un espacio turístico donde hay un camping agreste y se realizan distintas actividades para vincularse con la naturaleza. A nosotros nos tocó una cabalgata hasta la playa, donde vimos gaviotas, ostreros australes y conocimos al botón de oro, una planta de flores amarillas con una sustancia pegajosa que sirve, entre otras cosas, para cerrar pequeñas heridas.
Alrededor de las 11 partimos hacia el Portal Isla Leones (el lugar mencionado al inicio de esta nota) para el cual deberemos recorrer 75 kilómetros de ripio por la Ruta Escénica 1, que justamente se denomina como “escénica” por la belleza de sus paisajes. Allí nos esperan en una suerte de glamping sobre el mar que no es estrictamente glamping (no son carpas sino pequeñas cabañas de madera pues las carpas aquí se vuelan) donde haremos base para conocer todo lo que hay en este lugar rico en biodiversidad.
“Estamos en la región de la estepa patagónica y dentro del Parque Interjurisdiccional Marino Costero Patagonia Austral que para que sea más fácil llamamos PIMPCA”, dice entre risas Soledad Pérez Gallo, bióloga y guía de naturaleza.
“Es clave proteger no solo la tierra sino también el agua porque los recursos marinos son extremadamente valiosos”. Y así en esta charla comprendemos que cada ser viviente existe gracias al océano: desde las aves y los cactus en los desiertos hasta los microbios que habitan las grietas en las profundidades del fondo marino. Los humanos tendemos a creer que el océano es inagotable… pero no es así. Eso es solo una ilusión (¿será otro capítulo de la Matrix?).
Sole es la encargada de mostrarnos y de ayudarnos de decodificar este paisaje agreste. Es ella quien nos lleva por las rocas señalando plantas, pidiendo silencio para no espantar a la fauna y quien nos da indicaciones precisas como “acá no se agarra nada”, cuando nos tentamos con hermosas piedras y caracoles de la playa, o “son jotes cabeza colorada”, cuando nos sentamos a descansar en el mirador llamado Cueva del Puma y desde donde tenemos una mirada de dron sobre este paisaje antiguo, maravilloso y extensísimo.
“Las cáscaras de las mandarinas se guardan aquí”, agregará señalando una bolsita que ha llevado específicamente para ese fin y “miren bien donde pisan, no se distraigan”, nos recordará cuando hacemos el descenso y rebotan varias piedras sueltas del terreno. Guanacos, maras y piches son también nuestros compañeros de sendero y nos contemplamos mutuamente bajo este sol que recién amaina pasadas las seis de la tarde.
El día siguiente nos encuentra rumbo a la isla que le da nombre a este portal: Isla Leones. Técnicamente el recorrido implica una media hora de lancha, pero primero nos detenemos a mirar a los cormoranes y sus nidos en la piedra y luego nos quedamos un largo rato disfrutando de una gran colonia de lobos marinos que se está recuperando luego de haber casi desaparecido por la caza sistemática.
Desembarcamos en la isla y arrancamos una caminata de unos veinte minutos intensos hasta el faro, hoy abandonado, pero que comenzó su servicio en 1917 con un alcance de 38,4 kilómetros, óptico de 51,2 y una luz que emitía un destello cada 10 segundos. “En 1968 fue reemplazado por el faro San Gregorio, aproximadamente a 3 kilómetros de distancia en tierra firme”, nos explican mientras caminamos isla arriba. Para nuestra sorpresa este faro no es el típico faro que todos tenemos en mente, sino que al ser un faro vivienda, abajo tiene una construcción de casa que le brinda un aspecto menos solitario, quizás menos misterioso. Pero esta afirmación se desintegra cuando caminamos por esas paredes en parte vidriadas y vemos lo que veían sus habitantes un día cualquiera de sus vidas: pasto, mar, islas y más mar. La soledad absoluta. “Cómo se debe sentir el viento acá”, dice alguien de nuestro grupo. “¿Y una tormenta? Te la regalo”.
Nuestra última jornada en Patagonia Azul nos encuentra yendo unos 80 kilómetros hacia el norte, hasta Cabo Raso, un lugar bastante especial, digamos llamativo. Originalmente fue un pueblo fundado en 1900, cuando el presidente Julio Argentino Roca proyectó el tendido telegráfico de la Patagonia para conectar a todo el país. Hasta la mitad del siglo XX a Cabo Raso se llegaba por vía marítima y su puerto natural servía para despachar la lana de las estancias y desembarcar encomiendas que eran repartidas en un radio de 100 kilómetros. Pero cuando se pavimentó la Ruta 3 este pueblo perdió importancia y la gente se empezó a ir. Hoy Cabo Raso es un lugar turístico, con hostería, muy buscado por surfistas e ideal para los que quieren silencio, desconexión y soledad.
Ya pegando la vuelta para Comodoro, volvimos sobre nuestros pasos hasta hacer un alto en Camarones, que desde 2017 tiene la categoría de “Pueblo Auténtico”. Esta distinción busca poner en valor las características vinculadas al patrimonio natural y cultural de un lugar. Desde aquí se realizan paseos en bicicleta, caminatas y cabalgatas, y se puede visitar la pingüinera del área Natural Protegida Cabo Dos Bahías que tiene largas y cómodas pasarelas para caminar y admirar la fauna sin molestarla.
Pero quizás para algunos de nosotros lo más sorprendente de Camarones fue saber que existía un museo dedicado la Familia de Perón. Allí nos contaron que Juan Domingo pasó gran parte de su infancia y juventud en esta zona (y no solamente en Lobos) debido a que su padre era propietario de unas tierras y también administrador de una estancia cerca de Camarones. Otra de las tantas sorpresas de la Patagonia.
Fotos: Emmer-Cameron, March LL