En aquel momento, el Uruguay arrastraba una recesión económica que el gobierno de Sanguinetti le había dejado al liberal del partido Colorado, Battle, y para colmo, fue tremenda la crisis de la fiebre aftosa. Claudio Taroco (42) había terminado sus estudios secundarios cuando decidió ir a probar suerte a Nueva York. “Allá ahorrás durante los primeros dos años, pero después ya querés vivir como los yankees, te comprás un buen auto y al final no te sobra nada”. Se quedó 10 años, pero un día decidió regresar a su pago natal, porque a pesar de su aspecto gringo, de ojos celestes, no lo convenció el estilo de vida y la xenofobia de aquel país.
Su padre vivía de la pesca artesanal de gatuzo, lenguado y demás especies. Se internaba en el mar en pequeñas barcas frente a las costas de Piriápolis. Hoy, ya jubilado, vive en La Paloma y teje redes para los pescadores. Claudio había nacido y vivía en Montevideo. Las primeras veces que su padre lo llevó en su barca, se descompuso y no quiso subirse más. Así es que prefería contemplarlo desde la orilla, sin saber que muchos años después, él mismo se ganaría el sustento con eso mismo que descartaban los pescadores artesanales al varar sus barcas en la playa.
“Ya regresado a mi patria, llegó un verano y, como sabía inglés, me fui a trabajar en un hotel que recibía turismo internacional en Punta del Diablo”, recuerda. Este es uno de los balnearios más bellos del Uruguay por su atractivo paisaje de campo, lagunas, médanos y mar, en la costa norte, a 60 kilómetros antes de llegar al Chuy. Nos cuenta además que hacia 1942 algunos pescadores se establecieron y vivieron de la caza de tiburones. Sólo les aprovechaban sus hígados para extraerles un aceite que iba a lubricar los motores de aviones alemanes, en plena guerra. Pero esta actividad finalizó, los germanos dejaron de comprarles y pasaron a vender charqui de tiburón a los turistas.
También llegó a trabajar por la temporada a ese mismo hotel Leticia Di Santi, hija de un tambero de Cardal, Florida, recibida de Licenciada en Relaciones Internacionales. Se conoció con Claudio y enseguida empatizaron porque a ambos les apasionaba la ecología. Ella bregaba por el cuidado de las gramíneas, las pasturas y la flora nativa. A él le atraían la agroecología y las energías autosustentables.
Pronto, Leticia y Claudio se pusieron de novios y decidieron quedarse a vivir allí. Compraron un terreno de 1000 metros cuadrados y se hicieron una pequeña casa, autosustentable, con barro y paja. Pero el suelo de ese balneario turístico es arena y médanos. Entonces Claudio se puso a “compostar” para abonar su terreno a fin de poder hacer su huerta y, Leticia, comenzar con sus plantines de nativas.
Claudio hizo un curso de microbiología con “Nacho” Simón. Ya había aprendido de los pescadores que el 60% de los pescados era desperdicio. “Ellos, limpiaban los pescados en galpones ubicados a apenas 20 metros del mar. Llenaban sus cajas de plástico, que arrastraban con unos ganchos y lanzaban al mar todo el descarte con las vísceras”, explica. Pero el mar siempre expulsa todo a una corta distancia. Comenzaron a aparecer vísceras de pescado en playas vecinas y en las cuatro playas de Punta del Diablo. Los turistas empezaron a quejarse.
Claudio acababa de ver un documental en la televisión sobre los salmones de California, que luego de desovar, mueren de cansancio y sus cuerpos, ricos en nutrientes como nitrógeno, carbono, fósforo y azufre, fertilizan a los bosques ribereños, de las gigantes secuoyas. Pues no olvida que en la mañana del 9 de enero de 2018 bajó a la playa con su amigo Gonzalo Redín y con Leticia, cuando comenzaron a ver que los 15.000 turistas tomaban sol y hacían surf en medio de vísceras de pescado. Se le ocurrió hacer algo: ese mismo día, Claudio reunió a los pescadores, les propuso retirarles todo ese descarte de pescado –gratis- con su camioneta y le aceptaron.
En el terreno de su casa preparó una batea y comenzó con 1000 kilos de tripas, cabezas, etcétera, para procesar el compost. El pescado, sobre todo, aporta nitrógeno. Como allí se construye mucho en madera, se fue a los aserraderos y les pidió el aserrín –también gratis-, que aporta carbono. Con la pala se pasó varios meses removiéndolo para oxigenarlo y que levantara temperatura. De acuerdo al clima del año, se tarda entre 3 y 4 meses en obtener un compostaje de color negro, con 93% de materia orgánica, dice. Lo llevaron a analizar y no imaginaron que resultaría de tan buena calidad, cuando les dijeron que era “Enmienda orgánica Clase A”.
Leticia trabajaba de hotelera y pasó a sostener a Claudio, que apostó todo su tiempo al negocio del compost. Crearon la marca Jardín Primitivo / Compost de pescado. Y lo acompañan con el texto: “Una alternativa sustentable que revaloriza los residuos orgánicos de la pesca artesanal”. Lo envasaron en bolsas de material biodegradable, con el diseño gráfico de una vecina, de 8 litros de compost. Lo publicaron en las redes y ya lo venden a todo el Uruguay. Claudio empezó a entregar con su camión y hoy es común que lo haga hasta a Montevideo.
Pero cuando Claudio viajaba no había quien retirara el desperdicio de pescado. Lo llamaron de la intendencia y le dijeron que se ocuparían de llevarle todos los días el compost con un camión. Entonces este emprendedor autodidacta se animó a alquilar un terreno a 3 kilómetros de su casa, compró una zarandeadora que quita palos y huesos y comenzó a crecer. Aumentó su producción para proveer a grandes extensiones de campos, ahora también en bolsas de 100 litros -con las que se embolsa el arroz, ya que la zona rural que ellos bordean es netamente arrocera-, dice y cuenta que la semana pasada llegó un comerciante de Colonia del Sacramento con su camioneta y un tráiler y les compró 50 bolsas.
Pero en esa zona cuesta conseguir mano de obra. Hoy ya es parte de la Asociación de Pesca Artesanal de Punta del Diablo. El compost se empezó a usar en quintas, escuelas y jardines de infantes públicos. Es muy solicitado por los viveros y plantaciones de cannabis medicinal de todo el país. Hasta los pescadores les comenzaron a comprar.
Leticia pudo llenar 100 macetas con plantines para su huerta con albahaca, ajo, tomate, repollo, maíz, arveja, brócoli, Kale, puerro, árboles de frutas nativas, arazá, guayabo del país, pitanga, pitangón, limonero, duraznero, peral, manzano y más. Piensan reproducir arrayanes, coronillas y chalchales, que venderán, además de ser guardianes de semillas nativas y criollas.
Claudio hizo un curso de biodigestores domésticos. Al tiempo se puso a fabricar un prototipo de biodigestor con tarrinas plásticas, que produce 30 litros de biol y 5 horas de biogás por día -en verano-, fácil de trasladar. En 2018 conoció a Andrés “Colorado” Nijamkin, de la renombrada y autosustentable Granja La Compartida, en Sierras de Rocha. Se hicieron amigos y luego socios para fabricar allí los biodigestores bajo la marca Prototipo / Tecnologías Sustentables para el campo. Ya los venden por todo Uruguay.
Pero Claudio fue por más, porque la intendencia de La Paloma, que tiene un puerto semi industrial, se manifestó interesada. Formó otra sociedad con su primo, Jorge Enrique Fajet, productor rural, y con el “Colorado”, y presentaron con el asesoramiento científico de una ingeniera especializada, un proyecto de montaje de una planta mecanizada de compostaje, a 8 kilómetros de la ciudad de Rocha, en un predio rural de 40 hectáreas. La misma producirá 370 toneladas anuales de compost y será la primera del país, con vistas a replicar por toda la costa y exportar. Una empresa con asiento en Montevideo, ya les ofreció un contrato para comprarles 500 bolsas por mes. También están pensando en elaborar hidrolizados de pescado y raciones orgánicas con proteínas para engorde de cerdos y pollos. Se dan cuenta de que pronto van a necesitar una distribuidora.
Están organizando para el 28 y 29 de mayo de 2022 en Granja La Compartida, un encuentro de Convivencia Regenerativa con Juan Dutra y Alda Rodríguez, y feria con los productores de la zona.
Leticia y Claudio no tienen hijos pero sueñan con tenerlos pronto, y por qué no, mudándose muy cerca a las tranquilas sierras de Castillo para tener algunos días de privacidad y de gozo familiar. Claudio se autodefine como un emprendedor empedernido y habrá que ver cómo logrará hacerse tiempo para todo. Nos dedicaron una canción que los identifica: “Cositas buenas”, de y por Claudio Taddei.