Carlos Horacio Moral tiene 53 años y, si bien aún no se puede jubilar siendo piloto o ‘patrón’ de un barco de pesca, en Mar del Plata, luego de 28 años de embarcado está pensando en disminuir sus salidas, aunque pase a ganar menos, para disfrutar de su familia, a la que siempre tuvo que postergar.
Es muy dura la vida del pescador, no sólo porque se arriesga la vida y porque se le exige al cuerpo un sacrificio extremo, sino porque uno se pierde los momentos más importantes de su familia y de sus amigos, un bautismo, un cumpleaños, un casamiento, hasta el velorio de un ser querido que no se pudo despedir. “Eso, para un marino, es más duro de pasar que el frío o que una tormenta. Lo más duro es el desarraigo”, sentencia Carlos.
“Yo heredé la pasión de mi padre, mendocino, que era camionero de alma. Él llegó a tener un porcentaje de la empresa de camiones, de la cual además, era encargado. Cuando fui mayor de edad, entré a trabajar de camionero y era feliz con ese oficio. Pero vinieron tiempos difíciles y la empresa quebró. Los dos nos quedamos sin trabajo. Yo no soportaba que mi señora Carina, que era encargada de un local en un shopping, tuviera que mantener la casa, a mí y a nuestro hijo Gonzalo. Esa impotencia es muy dura de pasar”, cuenta Carlos, con un nudo en la garganta.
“En esos momentos corría el año 1993 y mi tío Fernando con mi primo Roberto tenían la lancha de pesca La Róndine, y me ofrecieron pescar con ellos –continúa este marplatense que nunca se dio por vencido-. Pesqué durante 3 años, pero sin libreta de embarque, y poco a poco me empezó a gustar la navegación y la pesca. Con Roberto empezamos a ir a la escuelita de prefectura, que me resultó hermosa, y al fin saqué la libreta de embarque. Y recordé que mi abuelo materno, Musmeci, había tenido un saladero de pescado. Pero también me tocó vivir tiempos difíciles en este oficio, porque en la época de la paridad del peso en uno a uno con el dólar, el pescado no valía nada. Me pasaba el mes en el agua y mi señora ganaba más que yo”.
“Después pasé a pescar en otros barcos, hasta que en el año 2000 la empresa propietaria del barco en el que yo pescaba lo trasladó a Caleta Olivia -prosigue Carlos-. Tuve que decidir si me iba para allá con mi familia, pero elegí viajar solo. Me quedaba unos 25 días allá embarcándome, y el resto del mes, volvía en avión a estar con mi señora y mi hijo. Lo hice durante cuatro años. Me cansaron más los viajes que la pesca, pero la ganancia fue buena y pude juntar para estudiar. En 2013 regresé a la escuelita y saqué la patente de ‘Piloto de pesca de primera’, en 4 meses. En esos tiempos mejoró el precio del pescado y a partir de ahí, dejé el oficio de marinero para tomar el timón y estar a cargo del barco y de la tripulación, pero me quedé en Mar del Plata”.
Este camionero devenido en marino continúa: “He hecho casi toda mi carrera de pescador en los barcos amarillos, que ahora están pintados de anaranjado, pero les seguimos llamando ‘amarillos’. Amarran en el muelle 10 o ‘La Isla’ -porque a los muelles de los barcos chicos les llaman así, y también ‘la banquina’- del puerto de Mar del Plata. Los que van al muelle de los barcos rojos, dicen ‘voy al puerto’. Pero cada vez quedan menos barcos amarrillos, que son los más pequeños y no pueden alejarse a más de 100 millas de la costa. Y los que quedan, son del tamaño de los rojos, más grandes que los ‘amarillos’, que pueden alejarse más de la costa, hasta las 200 millas, porque cuentan con mayor seguridad, un segundo capitán y un segundo maquinista. Muchos barcos rojos se fueron pasando a trabajar en la zafra de los langostinos en el sur, se van 4 meses a Comodoro Rivadavia, a Camarones, Puerto Madryn, y unos pocos, a Puerto Deseado”.
Pero Carlos aclara: “Los barcos amarillos también están habilitados para irse al sur, pero cuando el langostino se aleja a más de 100 millas, éstos se pierden la pesca, entonces no les conviene”.
“Por eso muchos amarillos se han pasado a ser rojos. Yo ahora navego en uno de 4 barcos que tiene una empresa. Es ‘amarillo’ –anaranjado- de 25 metros de eslora, que por su tamaño puede pasar a ser rojo. Con el color del barco, también cambia el sistema de remuneración. La tripulación de los rojos va a porcentaje de las ganancias de la pesca, pero no participa, como en los ‘amarillos’, de los costos del viaje: gasoil, comida, hielo, etc. Este último se llama sistema remunerativo ‘a la parte de’”.
Explica Carlos que la rutina consiste en salir tres veces al mes durante 8 días y quedarse en sus casas un día y medio. Cuando el barco se llena de pescados, antes de los 8 días, todos se alegran porque regresan antes a sus casas, pero sólo se quedan un día y medio y vuelven a salir. No es que ganan más días de descanso, aclara.
Luego nos cuenta la situación de la industria: “Los argentinos consumimos poco pescado. Japón y España consumen anualmente 90 kilos por persona, y nosotros, apenas 10. De modo que exportamos la mayoría de nuestra pesca. El barco navega durante 5 o 20 horas, según la zona de pesca a la que se dirige. El ‘amarillo’ pesca las 24 horas, lanza la red al agua y no para de pescar. No es merlucero -porque estos barcos no pescan de noche- pero sí puede andar buscando merluzas en la oscuridad. Los rojos, generalmente van a buscar merluzas, o langostinos en el sur, por eso no pescan de noche”.
“Nosotros, con los barcos ‘amarillos’, hacemos pesca variada: lenguado, gatuzo, pero salimos a buscar corvina, de más valor que la pescadilla, que también sale. Nuestro barco carga 1600 cajones de pescado, unas 55 toneladas”, dice.
Carlos cuenta que gracias a Dios y a la virgen Santa María de la Scala -que guía y protege a los pescadores- en sus 28 años de pesca nunca pasó un momento en alta mar en el que pensara “¿Cómo salgo de ésta?”. Pero sí recuerda que el año pasado estaban realizando, de noche, “pesca de pareja”, que es cuando dos barcos tiran juntos de sendos extremos de la red. Menos mal que él no había ido al baño, por ejemplo, sino que justo estaba atento, cuando vio que el otro barco, “San Salvador”, a 50 metros de distancia, comenzó a dar una “vuelta campana”. Esto es algo inusual y muy difícil de saber por qué sucede, de modo que no se puede prevenir. En este caso, no tuvo la culpa el piloto, aclara Carlos, cuya tripulación es de 7 marinos, la que reaccionó cual bomberos profesionales y pudo rescatar con salvavidas a los tres que estaban a proa y habían caído al agua. Los restantes, subieron a la balsa, pero el barco terminó de darse vuelta en sólo 8 minutos y con su pescante golpeó la balsa y la dio vuelta, cayendo todos al agua, pero pudieron volver a subir.
Explica Carlos que el barco se hunde a pique en segundos. Y al sumergirse va como retorciéndose de tal modo que cruje su estructura haciendo un ruido tal “que no te podés olvidar más en tu vida. Es como un lamento del mismo barco, y a la vez, un pedido de auxilio”, sentencia. Dice que su piloto no quiso volver al mar.
Hace muy poco, recuerda Carlos que mientras navegaba, él mismo no se explica por qué decidió salirse de su ruta habitual, cuando de pronto halló a dos pescadores en un botecito de 6 metros de eslora, a 12 millas de la costa, perdidos hacía un día y medio. Y la prefectura no sabía que ellos habían salido a pescar, de modo que no los estaba buscando. “Un milagro, haberlos podido salvar”, dijo.
Además de sus dos pasiones, la de camionero y la de marino, Carlos confiesa una tercera pasión: el campo, la vida rural, que supone le viene de chico, de sus idas a andar a caballo en Santa Clara con su padre, que había comprado dos, quien además lo llevaba al tambo de un amigo. Hoy pudo hacerse su casa en Santa Clara y tiene dos caballos que cabalga con su hijo, a quien le transmitió su pasión y trabaja de chofer de un camión. No tiene contactos con gente del ámbito rural, pero su sueño es manejar una cosechadora u ordeñar en un tambo. En vacaciones, se va a Salta con su esposa a visitar a la Virgen del Cerro y a escuchar folklore.
Carlos Moral culmina: “Tuve Covid tres veces durante la pandemia y sobreviví, entonces me siento agradecido. Sólo me queda sacar la última patente de capitán de pesca, para manejar barcos grandes, pero que acá no hay de ese tamaño. Sería sólo por el orgullo de haber completado todo el ciclo de mi carrera. Mi mayor felicidad es cuando mis amigos llenan mi casa con su presencia, cuando todos hablamos a la vez, nos reímos y nos contamos nuestros problemas, junto a mi esposa y mi hijo”.
Eligió dedicarnos la Zamba de Alberdi, de José Ignacio “Chango” Rodríguez.