La producción de mandioca atraviesa una de sus peores coyunturas en Misiones y la región, en una crisis que no tiene la visibilidad de la yerba mate ni la masividad de otros cultivos, pero que golpea de lleno a muchos productores.
El problema combina un cóctel complejo de sobreproducción reciente, caída de la demanda industrial, competencia externa feroz y precios que no reaccionan ni siquiera cuando baja la oferta.
La secuencia comenzó en 2023, cuando la sequía y los problemas sanitarios redujeron fuerte la producción. Con poca mandioca en el mercado, el precio subió, y ese buen valor funcionó como un potente incentivo para que muchos productores se volcaran a sembrar. El resultado se vio al año siguiente: en 2024 hubo un récord histórico, con una producción cercana a los 100 millones de kilos de raíces, a lo que se sumó además buena parte de lo que no se había podido cosechar en la campaña previa.
Ese salto productivo, sin embargo, no se tradujo en una mejora para los productores. Por el contrario, el mercado quedó saturado y los precios se plancharon. Lo más grave es que, incluso ahora, en un año con mucha menor producción y nuevos problemas sanitarios, el valor no repunta. En términos nominales, el kilo de mandioca se paga prácticamente lo mismo que en 2023, alrededor de 60 pesos por kilo.
La ley de oferta y demanda, en este caso, parece no estar funcionando. Y una de las explicaciones centrales está afuera del país. Para las industrias que utilizan fécula de mandioca, hoy resulta más barato importa que comprar producción local, incluso desde destinos tan lejanos como Vietnam, además de Paraguay y Brasil. La fécula es un insumo clave para múltiples industrias como la alimenticia, la cárnica, la cosmética y hasta la farmacéutica. Frente a precios más bajos y una calidad estandarizada, muchas empresas optan directamente por la importación.
Ese fenómeno está rompiendo lo que durante años fue una cadena integrada entre la chacra y la industria local. Molinos que antes compraban mandioca misionera hoy quedan fuera de competencia frente a la fécula importada. El resultado es un mercado interno cada vez más frágil para el productor.
La alternativa de vender mandioca fresca tampoco resuelve el problema de fondo. Se trata de un producto altamente perecedero: a los siete días de cosechada empieza a descomponerse y puede volverse tóxica por la aparición de hongos entre la pulpa y la cáscara. Durante años, ese problema se resolvía con la mandioca parafinada, un sistema que frenaba la oxidación. Pero esa parafina dejó de producirse en el país, y la opción que quedó es el congelado, que implica costos altos y no está al alcance de todos.
Así, la mandioca vuelve a quedar relegada principalmente al autoconsumo y a usos forrajeros dentro de la chacra. Muchos productores la sostienen como cultivo de respaldo, para alimentar animales o asegurar un mínimo consumo familiar. Pero como actividad comercial, hoy está lejos de ser rentable.
A diferencia de la yerba o el tabaco, la mandioca no suele protagonizar protestas ni escenas de alto impacto. Su consumo sigue siendo mayormente regional y su crisis avanza casi sin hacer ruido. Sin embargo, el trasfondo es el mismo: una economía regional sin políticas específicas de contención, con costos en alza, precios deprimidos y una apertura importadora que presiona sobre la producción local.





