Alejandro Deane tiene 64 años y es ingeniero agrónomo. Vive en Salta capital y cada quince días viaja al norte de la provincia, al Chaco salteño, donde antes del 2002 fundó la ONG Siwok con el objeto de trabajar para que las familias de los pueblos originarios que se asientan en las márgenes de los ríos Pilcomayo y Bermejo (mayormente wichi, pero también chorotes, chulupí, pilagá y qom o tobas) salieran en forma autogestiva de la pobreza extrema y tuvieran un trabajo digno, con independencia y estabilidad.
Alec se crió acompañando a su padre que, como ingeniero agrónomo, atendía dos campos de la familia en Chacabuco y Ameghino, provincia de Buenos Aires. Éste lo mandó a estudiar de modo pupilo a un prestigioso colegio inglés en la ciudad de Quilmes, cuya formación era muy pragmática. Allí prevalecía el espíritu de la supervivencia a fuerza de coraje y voluntad, que en inglés expresan como “the pecking order”, o “el orden del picoteo”, refiriendo a que los pollos más fuertes y corajudos llegan a picotear y comer antes que los más flojos.
Cuando llegó a vivir en el rudo Chaco salteño de clima semiárido supo que para sobrevivir debía ser fuerte de espíritu y no flojear, pero él llegó a allí movido por un sentido religioso, cristiano, de tender su mano a los que dejamos últimos para “picotear”. Luego estudió agronomía en la UCA de Buenos Aires y cuando se recibió, percibió que no soñaba con pasarse la vida atendiendo estancias pampeanas. Se consideraba ateo y su novia lo llevó a una iglesia presbiteriana, en Olivos, donde se hizo creyente. Y su pastor le comentó que la iglesia anglicana tenía misiones en el noroeste argentino.
A mitad del siglo diecinueve un grupo de cristianos de la iglesia anglicana, que atravesaba el estrecho de Magallanes, notó que la iglesia católica no atendía a los aborígenes de aquella región austral, sobre todo en la “Tierra del Fuego”. Y éstos comenzaron a evangelizarlos y a tratar de civilizarlos. En 1911 extendieron sus misiones a la región del Paraguay y las provincias argentinas de Jujuy y de Salta. En esta última se instalaron en la actual Misión Chaqueña. A fines de la década de 1970 adquirieron 5.000 hectáreas para desarrollar un proyecto agrario con los aborígenes previendo la expansión agrícola que amenazaba con el desmonte y con dejarlos sin tierra propia. Llevaron a dos comunidades que trasladaron 100 kilómetros al Oeste, desde una región más árida, a ésta donde llovía más. En aquellos años, los aborígenes eran perseguidos y hasta los cazaban con armas como a animales, de modo que se refugiaron con ellos con agrado.
Con 24 años de edad, Alec se fue a vivir a Carboncito, a 5 kilómetros de Misión Chaqueña y 40 de Embarcación, en el año 1979, contratado por una ONG, que era el brazo social de la iglesia anglicana. Lo hizo junto a la que luego fue su primera esposa y con quien tuvo 4 hijos, que ya lo han hecho abuelo. Luego conocería a una jujeña, Ivón, su actual esposa, con quien tuvo 2 hijos más.
Cuando Alec llegó a Salta se dio cuenta de que todo su saber teórico no le alcanzaba para asesorar a los wichi en sus huertas y descubrió que en su propio país había gente que hablaba aún en su lengua originaria y que apenas subsistía. Pero en 1982 ocurrió la guerra de Malvinas. Casi todos los anglicanos se tuvieron que ir y tuvo que hacerse cargo del proyecto de aquellos, que tenía una inspiración propia de la época del “desarrollismo”: una gran financiación, máquinas, pero con un sistema como “paracaidista” -desde arriba hacia abajo- sin hacer nacer los proyectos desde la propia cultura de los nativos, que de ese modo suelen rechazar a quienes no hablan su lengua, por una sucesión de malas interpretaciones mutuas.
Para entender esto del tiempo de maduración que se necesita para cada cambio cultural basta con notar que quienes vivimos en las grandes ciudades, aún seguimos diciendo “tirar de la cadena del baño”, cuando hace medio siglo que fueron descartadas. Imaginemos lo que puede tardar en el campo.
En 1985, Deane se quedó sin trabajo y se dio cuenta de que con las artesanías podría lograr tener ingresos genuinos y estables junto a los wichi, reforzando las habilidades que él también poseía, gracias a su madre. Llegó a conformar una unidad de producción con más de 100 artesanos. Los varones con madera dura (palo santo, guayacán, quebracho) y hueso. Las mujeres, con fibra de cháguar. Comenzaron a enviar artesanías a la iglesia de Olivos y fueron creciendo hasta exportar a Inglaterra y a Canadá. Alec lleva 40 años en Salta y durante 30 años pudo mantener a su familia gracias a este proyecto en el que nadie creía que resultaría. Ahora está delegándolo en otros, sin desvincularse por completo.
Pero vino la pandemia del Covid y todo se detuvo agudizando la crisis alimentaria de los aborígenes, que según la ONG “Pata Pila”, el 35% de los niños wichi sufre desnutrición. Recuerda Alec que en Santa Victoria Este llegaron a morir 12 niños por desnutrición y allí llegó la ayuda de la Cruz Roja. Pero este ingeniero sostiene que no se ataca a la raíz del problema: la falta de una educación eficiente, que los prepare para la vida, los capacite para calcular, medir, pesar, saber las tablas de multiplicar, sacar porcentajes y la raíz cuadrada. Una educación técnica para trabajar en su propia tierra.
Las niñas con 12 años adolescen de bajo peso y llegan a ser madres sin conocer su propio cuerpo, su sexualidad ni acerca de las enfermedades mortales que las acechan. Aquí Alec me pidió que no se lo malinterpretara, acusándolo luego de menospreciar a esas niñas que sufren la falta de una educación y asistencia formal por parte del Estado. En un medio radial dijo que los wichi no se ducharon jamás, haciendo referencia a que no conocen el sistema moderno de agua corriente, baño y ducha, y luego los mediocres lo “crucificaron” acusándolo de decir que los wichi no eran higiénicos.
La solución de fondo –dice- está en que el Estado cree programas que perduren en el tiempo. “Lo único constante aquí es la inconstancia”, ironiza Alec. Cuenta que los wichi envían a sus hijos a la escuela, y esos niños dejan de acompañar a sus padres al monte donde aprenden a juntar miel o a pescar en el río. Pero la escuela y el Estado no logra capacitarlos hoy para tener un oficio o profesión con un ingreso estable que pueda superar sus rústicos oficios.
Alec admira la “sabiduría popular” de los aborígenes a quienes suele acompañar al monte o al río para aprender de ellos. Relata que “para pescar, el padre sale al monte con su hijo en busca de la mejor carnada: la avispa “lechiguana”. La hallan siguiendo -en total silencio- el canto de un pajarito que se alimenta de lo que cae del nido de esa avispa”.
Los wichi eran un pueblo seminómade, cazador y recolector, cuyo alimento básico era la algarroba. Hoy pescan con red tijera, red pollera y últimamente con red grande, que “barre” todo. Y también con arpón, al que le dicen “fisca”. Ya sus abuelos sembraban lo que se llama “las tres hermanas”: maíz, cucurbitáceas y poroto del monte, al que llaman “wom si”.
Pero en el año 2008 Alec decidió retomar un proyecto agrario que ya venía prefigurando desde el año 1985, para lo cual era imprescindible encarar un programa previo de acceso al agua. Resulta que la región de Misión Chaqueña se asienta sobre el acuífero subterráneo más grande del Noroeste: unos 200 kilómetros por 60 de ancho, donde en varias partes se encuentra agua fácilmente con una pala “vizcachera” y zonda. Pero para los casos donde se necesitaba atravesar la piedra había que adquirir una máquina. Consiguieron una perforadora, llegando a hacer pozos desde 45 metros de profundidad hasta uno reciente, de 83 metros, lográndolo además, gracias al esfuerzo de un buen equipo humano, formado con mucha capacitación. Por ejemplo, Nino Gómez es un joven wichi que ya maneja la perforadora y está aprendiendo de perfiles del terreno profundo y conductividad de las napas. Ahora están haciendo perforaciones en Pluma de pato, donde no hay luz. Llevan hechos 50 pozos y quieren llegar a 100.
“Un día me enteré de que una nena wichi había muerto por falta de proteínas y me pegó mal. Entendí que debía abocarme en ayudarlos a volver a producir sus propios alimentos”, cuenta el ingeniero Deane, cuando de pronto recibió una donación de 2.000 libras y le regalaron una bolsa de un nuevo maíz híbrido resistente a 5 tipos de gusanos, con lo cual se dejan de utilizar insecticidas cerca de sus hogares.
Comenzó a enseñar a los wichi a sembrar de a 4 semillas por metro, pero ellos no le creían y echaban 12 o 15, porque las semillas de antes no tenían las propiedades de éstas, modernas. Y como los suelos no abundan en materia orgánica, sino que son muy pobres, cada planta necesita de mucha tierra. E incorporó el riego por goteo, que también conoció bien, gracias a su madre, que era paisajista. Ahora les enseña a abonar la tierra, porque si no, en la cuarta cosecha les caería la producción.
Cultivan maíz, cucurbitáceas y porotos, en verano, y en invierno, tomate y pimiento. Desarrolló una red de capacitadores wichi que hablan su propia lengua y se mueven con una moto y un celular. Consigue las herramientas, semillas, almácigos, mangueras y abonos para cada familia. Siwok tiene un convenio con el INTA y recibe ayuda de Desarrollo Social y de fundaciones privadas, pero hace falta mucho más.
Alec, con tantos años de trabajo social, reconoció que los wichi no se adaptaban al cooperativismo y decidió trabajar con cada familia. Cuenta que las comunidades wichi tienen varios caciques, pero nadie debe sobresalir. Si alguien pretende estar más alto que los demás, la misma comunidad lo baja rápidamente. Y como Alec lleva 40 años dando su vida por ellos, siendo uno más entre todos, se ha ganado su respeto y lo defienden con uñas y dientes porque ven que nunca tuvo dobles intenciones. Hay que ver la felicidad en sus rostros cuando el maíz crece tan alto y da semejantes frutos.
Continúa explicando este ingeniero: “Usar semilla de maíz híbrido es criticado por los agroecologistas, que son gente bien intencionada, que sueña con un mundo más saludable. Pero hay que estar en el pellejo de los aborígenes que tienen que dar vuelta toneladas de tierra con una pala, en su pequeña huerta de 50 metros por 50, y luego mantenerla, carpiendo con la azada. Es mucho menos agresivo para el suelo sembrar sin removerlo. Claro que si se pudieran obtener varias máquinas, se podría solucionar de otro modo. El habitante originario necesita soluciones urgentes y no tiene tiempo para debatir ideologías, que al fin y al cabo lo dejan sin poder acceder a los beneficios de la ciencia y de la técnica modernas. Necesita tener agua ya, producir sus alimentos para alimentarse mejor y tener un ingreso independiente, sentirse digno al ver la recompensa de su trabajo en los frutos de su tierra, y vender sus excedentes que le dan ingresos genuinos. Los planes sociales son necesarios en la emergencia alimentaria, pero no alcanzan para que los aborígenes puedan proyectar, planificar, progresar y ver hoy un futuro mejor para sus hijos, educándolos para ser libres. Porque los humanos necesitamos mucho más que comer, lo cual no se puede alcanzar con los planes sociales”.
Alec sigue pidiendo ayuda, no sólo porque no puede con tanto, sino que demuestra a diario que “la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer”. Por eso está creando una “Escuela para la vida” en una casa vieja. Y además creó un “Programa de padrinos de huerta wichi”. Siwok ya ha logrado formar 7 capacitadores originarios, que se comunican con los demás en su lengua nativa, y generar 50 cultivos con unas 100 familias beneficiadas. Está pidiendo donaciones de motos “cross”, porque de cinco que tienen, sólo andan tres. Y como si fuera poco, tiene un proyecto artístico de pintores wichi, por el que ellos pintarán sus propias vidas. Todo está en su página web www.siwok.org
El ingeniero Deane ha querido dedicarnos la “Zambita pa´ Don Rosendo”, de Julio César Díaz Bazán, por Jorge Cafrune y Marito, considerada un himno por los ciudadanos de Aminga, en La Rioja:
https://www.youtube.com/watch?v=_jaqF3IDpb4&ab_channel=0xMusic