Pablo Guajardo tiene 34 años de edad y, si bien es hijo de un consagrado cantautor de Río Turbio -Eduardo Guajardo- y tiene dos hermanos artistas –Taiel y Catriel-, a él siempre le “tiró” trabajar en el campo.
No pudo terminar el colegio secundario y cuando cumplió 19 años de edad logró entrar en el ferrocarril. Es que su abuelo materno había sido ferroviario, y el campo tuvo que esperar. Río Turbio es una pequeña ciudad ubicada al suroeste de la provincia de Santa Cruz. Pablo trabajó de operario de tráfico, de cambista y en mantenimiento de las vías en el tren carbonero que lleva el carbón mineral de las minas de Río Turbio hasta el puerto de Punta Loyola, sobre el mar Atlántico, en la boca del río Gallegos. Es un tren que tarda doce horas en ir de una cabecera a otra, porque transita unos 289 kilómetros de distancia a una velocidad máxima de 30 kilómetros por hora. La formación es de unos 45 vagones. Cada vagón carga 16 toneladas de carbón, de modo que transporta en cada viaje unas 1450 toneladas de ese mineral. La máquina, además arrastra unos 6 vagones de pasajeros.
Pablo trabajó allí hasta que cumplió 31 años de edad -desde el 2006 hasta el año 2017- cuando aceptó un retiro voluntario. Con el dinero que cobró, se compró un terreno en Calafate, sobre el que poco a poco se hizo su casa.
Pablo comenzó a trabajar en el campo, que al fin era su gran pasión. Comenzó como peón rural haciendo tareas generales en las estancias. Cuando no tenía trabajo, se iba a Calafate a hacerse su casa. En 2021 andaba por su pueblo de Río Turbio y se reencontró con Ana, una chica que había sido su vecina durante la infancia. Se enamoraron y al poco tiempo él se fue a vivir a la casa de ella y alquiló su casa de Calafate, que ya había terminado.
Dice que su vida se parece a la del peón golondrina porque todo el tiempo debe internarse en las estancias del sur patagónico, en los alrededores de Río Gallegos, Río Turbio, Chaltén, Calafate, Paraje Esperanza. Suele ser alambrador, quintero, pero sobre todo es tropero, porque lo que más le gusta es “hacer tropa”, hacer rodeos y arrear ovinos, vacunos y equinos.
Pablo tiene sus herramientas para alambrar, también su motosierra, cobra por día y trabaja de modo independiente. Siempre lo acompañan sus dos perros ovejeros, un “barbucho”, magallánico, y un cruzado de “barbucho” con labrador. Ellos lo ayudan a guiar los “piños” de ovejas. Les llaman “piños” cuando arrean 5000 a 6000 ovejas. Cuando son entre 1000 y 2000, le llaman “lote” o “punta”.
“Hay que ver cómo se achica la extensión de los piños cuando se arrean ovejas esquiladas”, señala, porque aparentan ser la mitad de las otras, las que cargan con su lana.
Para diciembre suele comenzar su tarea en las estancias a las dos de la madrugada. Luego de la mateada, se sale a las tres o tres y media. “Eso, en enero, por ejemplo, porque hay que aprovechar el fresco, por el bien de los animales, ya que a eso de las diez empieza a pegar el sol y tenés que estar llegando a destino”, indica.
Continúa: “No es lo mismo hacer rodeos que repuntes. A esto último se llama cuando se adelanta el día anterior, de modo que vamos a la tarde para sacar las ovejas y llevarlas hasta una zona cerca de una fuente de agua, así no pasan sed. Y al otro día ya tenemos menos distancia que recorrer y hacemos el ‘rodeo’, es decir juntamos a los animales en un cuadro de la estancia y ahí comenzamos el arreo. Las estancias grandes nos encomiendan esta tarea durante dos meses, y luego descansan durante otros dos meses”.
“Una cosa es para las veranadas y otra para las invernadas -sigue explicando, Pablo-. Cuando termina la esquila general, se baja la hacienda para la invernada. De los campos más altos, se la lleva a los campos más bajos. A mediados de junio, antes de parir, se llevan las ovejas a los campos altos para que tengan agua de deshielo. Se les echan los carneros para que las ovejas paran a mediados de agosto, ya que cuando nace el cordero, no lo tiene que agarrar la escarcha”.
“Llegamos a hacer arreos de 30.000 ovejas. Hasta 10.000 ovejas, entre 4 peones y 2 perros cada uno las manejamos sin problema. Nos avisamos de un rodeo a otro, sobre nuestra ubicación y demás, haciendo señales de humo, quemando mata negra. Pero no todos saben hacer fuego para que no se incendie el campo”, aclara Pablo.
Él pasa mucho tiempo por los campos patagónicos donde no hay conectividad para la telefonía móvil y cuenta que la radiofonía sigue siendo un gran medio de comunicación entre las estancias. “Es una vida sacrificada, no sólo porque es un oficio duro, sino porque uno pasa mucho tiempo sin saber cómo está su familia, sobre todo en épocas de nieve y mucho frío”, reconoce.
Cuenta Pablo que una vez arreó una tropilla a lo largo de 300 kilómetros, desde Calafate hasta Río Turbio, en una travesía de una semana. Es algo que ya no se hace más -explica- porque ahora conviene enviar los caballos en un camión, ya que este animal es delicado y en 6 días llegaban flacos. Ahora en camión, sólo tardan 6 horas.
En esos viajes largos, se solía acampar –dice- sobre una lona de unos 3 metros de largo, para que la humedad o los piojos o garrapatas no se subieran al cuerpo. Es que las ovejas y los guanacos suelen tener esos bichos, si bien la mayoría de los campos, fumigan para la época de las esquilas. Luego se suele poner el recado, los mandiles, y el cojinillo en la espalda para amortiguar la dureza del suelo, poder dormir un par de horas y seguir.
Respecto de los perros salvajes, asegura Pablo que no son un problema como en Tierra del Fuego, donde son plaga. “El puma caza de noche. Los patrones pagan 200 a 300 pesos a quien cace un zorro gris, pero hasta 3500 pesos a quien cace un zorro colorado, porque éste es más grande que el gris y ataca a los corderos más gordos. Y por cazar una leona, te pueden pagar entre 5000 y 8000 pesos, porque una leona con cachorros puede llegar a matar a 20 corderos de entre 10 y 12 kilos o a 20 ovejas de 45 kilos”, alerta este joven paisano.
También señala que la lana se está pagando muy bien en estos tiempos. Pero a él no le gusta esquilar, porque cuando soplan los fuertes vientos patagónicos se complica mucho. Cuenta que muchos patrones no permiten que se les grite a las ovejas, porque se estresan, y él a veces, no sabe cómo dominarlas si no es con un grito.
Pablo, como peón, también tiene que cortar pasto, picar hielo en los inviernos, hacer un cerco. Pero cuando se queda en casa con su compañera, no descansa, sino que hace algún mueble. “Ahora estoy haciendo un galponcito en el fondo de la casa de Ana”, cuenta.
Al vivir a sólo 30 kilómetros de Chile, comparten muchas recetas gastronómicas, tales como los Chapaleles, que son como tortas fritas, pero hervidas, que luego se untan con mermelada, ideales para acompañar el mate, o los Picarones, o Curanto a la olla, o Chuño, o Milcao. Tanto Ana como Pablo, cocinan muchos guisos y estofados para apechugar los crudos inviernos.
Este 28 de marzo Pablo se irá a trabajar a las estancias Buitrera y Don Braulio, en Río Gallegos, que suele tener hasta 70.000 ovejas. No sueña con ser rico, pero sí con una vejez digna, con su propia huerta y algo alejado de la civilización, donde pueda sentirse libre.
Se despidió de nosotros dedicándonos el chamamé “Cambá galleta” de Rodolfo Regúnaga, interpretado por estudiantes de la Escuela de Música Popular de Avellaneda (EMPA).