En el mapa bonaerense Carhué y Epecuén aparecen como dos nombres ligados para siempre a una historia de agua. Uno, el pueblo que resistió; el otro, el que se hundió en 1985 y desde entonces se convirtió en postal de ruinas y protagonista de muchas notas periodísticas. Pero para la artista y gestora cultural María Villanueva, ese territorio no es únicamente un recuerdo de catástrofe: es también un escenario para interrogar cómo nos vinculamos con la naturaleza, cómo pensamos la ruralidad y cómo el arte puede ofrecer herramientas distintas para hacer comunidad.
Desde 2017 María coordina la Residencia Epecuén, un programa que reúne a artistas de distintos puntos del país y del exterior para trabajar en un formato intensivo y durante dos semanas con una consigna simple y potente: hacer arte situado. Es decir, producir obra a partir del contexto, de lo que ofrece el paisaje y de lo que propone la interacción con la gente del lugar.

“Cuando llegamos por primera vez fue impactante, las ruinas transmitían una sensación de guerra sin violencia, de apocalipsis”, recuerda.
“Nosotros con un grupo de artistas ya veníamos trabajando lo distópico así que estábamos en sintonía, pero luego de visitar varias veces el lugar se tornó muy denso y llegó un punto donde ya no queríamos seguir trabajando con la muerte ni con lo destruido. Entonces empezamos a escuchar a los vecinos que de algún modo manifestaban no querer quedarse atrapados en esa imagen de desolación. Y ahí fue cuando decidimos cambiar el enfoque: trabajar no solo con las ruinas, sino con lo que estaba vivo”.
Ese viraje cambió la dinámica de la residencia. El grupo de artistas empezó a tener presencia en Carhué y la práctica se expandió hacia la comunidad y lo rural: caminatas por los campos vecinos previo pedir permiso a los productores, trabajo con arcillas extraídas de las orillas de cursos de agua, calcos en yeso de huellas de aves migratorias de la zona y talleres de cerámica en hornos de barro construidos junto a los adolescentes del pueblo.
No se trataba ya de ser artistas de la catástrofe, sino de leer lo que ese paisaje todavía tenía para contar: ñandúes, flamencos, texturas de barro, restos de animales, huesos de vaca: todo podía transformarse en archivo sensible y en registro artístico.

“Lo rural tiene una potencia enorme para el arte contemporáneo”, señala María. “Acá no se trata de ´inventar´ porque los materiales están, la comunidad está, la historia está; lo que hacemos es ponerlos en diálogo, abrir una reflexión sobre lo que significa vivir en un territorio atravesado por la naturaleza y cómo eso se traduce en imágenes, en prácticas y en experiencias”.
Al principio, las muestras que cerraban cada edición de la residencia convocaban apenas a algunos curiosos; con el tiempo, la participación se fue ampliando a turistas, docentes y jóvenes de la zona. Hoy, cada edición incluye talleres abiertos, caminatas colectivas, actividades de escucha del entorno y hasta performances en la laguna.
En una ocasión, un grupo de artistas se embarró el cuerpo entero y entró al agua como si se tratara de una ceremonia pagana. En otra, se construyó un horno de barro para experimentar con arcillas locales y se realizó el taller de “Recuerdos del Futuro” con el apoyo de Cultura y Turismo de Carhué y de los guadaparques de Epecuén.

“Pasamos de diez personas a una comunidad entera interesada en participar. Eso genera orgullo, porque ya no se habla solo de la desgracia de Epecuén sino que se valora lo que está vivo: las lagunas, las aves, los árboles, incluso la obra de Francisco Salamone que está presente en la región. El arte ayuda a diversificar la narrativa del lugar y a poner en valor otras cosas”, afirma María.
En lo personal, su trabajo como artista está lejos de ser un ejercicio meramente estético y se ubica en la intersección entre arte, ciencia y comunidad porque María produce “registros”: moldes de huellas en yeso pigmentado, piezas de cerámica hechas con arcillas locales y catálogos de formas que funcionan como una especie de arqueología del presente. Archivos que documentan lo efímero, lo que podría perderse.
“Cuando recolectamos arcilla a la orilla de un río o hacemos un calco en el barro después de que pasó un ñandú, lo que estamos diciendo es que esto existió y dejó huella. Y también nos preguntamos cómo lo vamos a contar dentro de 50 o 100 años, porque en el fondo se trata de memoria: de qué registro dejamos de los territorios y de quienes los habitan”, resume.

En 17 ediciones (se hacen dos por año), la Residencia Epecuén convocó artistas de Chile, Brasil, Estonia, México, Alemania, España y de distintas provincias argentinas. Hubo fotógrafos, bailarines, ceramistas, artistas sonoros y plásticos, y todos llegaron con un proyecto en mente y se fueron con otro, transformados por la experiencia del territorio.
Para la comunidad, la residencia también significó un cambio. “Al principio costaba que la gente se acercara. Hoy nos dicen que esperan nuestras actividades porque generan movimiento, turismo, otra mirada sobre el pueblo. No es solo arte para artistas: es un trabajo en equipo con el lugar”, destaca María.
Este trabajo en equipo también implica tender puentes con la educación. En Carhué se organizaron talleres con adolescentes y docentes donde se mezclaron arqueología, ciencia ficción y prácticas de sitio específico. Una forma de involucrar a los jóvenes en procesos creativos que parten de lo que tienen alrededor.

“Llegué a Epecuén casi por casualidad, para visitar a un amigo que tiene un campo cerca, y la experiencia fue shockeante”, recuerda. “Con el tiempo, después de pasar muchas horas en el territorio, empecé a conectar con la naturaleza desde el arte y a entender el lugar, hasta el punto de sentirme parte de todo eso”.
“A los artistas que participan en la residencia también les pasa: se genera un trabajo de convivencia muy fuerte y todos se van no solo con proyectos más sólidos, sino también con un aprendizaje profundo, una conexión con el entorno y una experiencia casi espiritual que transforma su manera de crear”.
Parte de esta forma de ver el mundo puede verse en la muestra que la artista realiza en la galería Tiempo (Florida 971, CABA) hasta el 13 de noviembre.




