Entre un trabajo científico y un cambio de hábito de consumo, se está registrando en la zona cordillerana, principalmente en Mendoza, un espacio de recuperación de especies criollas de uvas para vinificar, novedoso y sorprendente al mismo tiempo.
El INTA junto a otras instituciones salió al rescate de esas variedades, perdidas en el tiempo y espacio, que sólo se cultivaron para autoconsumo en zonas alejadas de los circuitos comerciales del vino industrial de gran escala. Las trajo, las probó, y las hizo vino. Ese vino, hoy cuenta con una demanda creciente en una franja del público consumidor.
Muchas veces las épocas y sus modas imponen una forma casi generalizada de consumo de productos agroindustriales, y de esta forma se genera puertas adentro un cambio en la forma de producir o de industrializar esos alimentos, siguiendo la demanda del momento.
Históricamente el discurso en la producción y consumo de vinos tuvo que ver con la agenda de las grandes bodegas, que por la década del ´90 emprendieron el camino de los vinos de cepas europeas, y el culto hacia ellas. Con ese hito, casi cualquier cosa que esté por fuera de esa moda, era considerado de baja calidad, o impropio.
Esta industria, donde predominó el esnobismo desde ese momento, comenzó a virar en los últimos años, ya que el público joven se acercó al consumo de este alimento, y a cambiar un poco las cosas.
Si bien los datos de consumo muestran una estrepitosa caída del vino a nivel global, las industrias decidieron comenzar a priorizar los sabores propios de la uva, y a dejar reservados para otros paladares, los vinos con agregados de madera, o más complejos. Primero fue el momento de las uvas jóvenes y suaves, quienes comenzaron a atrapar a las nuevas generaciones. Luego, los blancos.
Hoy, con ese escenario, los consumidores entre 18 y 24 años, prefieren vinos blancos, o tintos ligeros, que puedan tomarse fríos y sin tanta complejidad.
Es por eso que tomó fuerza el trabajo del INTA, que salió a recuperar especies criollas de vides a lo largo de toda la zona cordillerana, y las probó. Ese vino resultante, hoy emplea a una asociación en ciernes, la de productores y elaboradores de vinos con uvas criollas, que ya cuenta a 200 integrantes, entre ellos grandes bodegas.
Este fenómeno moderno comenzó cuando Gustavo Alliquó, investigador vitivinícola del INTA y ampelógrafo, decidió emprender ese viaje hacia las zonas más alejadas y difíciles para recuperar esas variedades, y ver qué se podía hacer con ellas, siguiendo los pasos de José Vega, su antecesor, quien comenzó ese trabajo a fines de la década del 40.
“Él se dio cuenta que teníamos mucha riqueza de variedades que él presumía que eran originarias nuestras, que no venían de Europa. Pero como estaba casi todo colonizado en ese entonces por las uvas de allá, fue a buscar cultivos previos a 1850, que es cuando entró el Malbec” explica Gustavo a Bichos de Campo, recuperando los inicios históricos de este fenómeno moderno.
Lo que hizo el precursor Vega, quedó ahí, ya que lamentablemente no hizo el trabajo de la parte enológica, y se limitó a identificar las variedades e introducirlas en una colección ampelográfica, que se encuentra hoy día en el INTA Mendoza.
Eso lo hizo Alliquó y su equipo. “Nosotros retomamos esto en 2011 como una idea de darle una chance a las criollas para los productores. Un pequeño productor no puede competir con Malbec, porque el Malbec lo tienen en un montón de grandes bodegas, y salir con Malbec al mercado para ese pequeño productor es muy difícil, porque tenés un montón de Malbec con un montón de marketing que le van a pasar por encima. Entonces teníamos que ver como darle valor a ese pequeño productor con un producto diferenciado que no tenga competencia con el más grande y que él pueda asegurar su venta. Investigamos más en el trabajo de Vega, y pasamos a la segunda etapa, la vinificamos y empezamos a elegir las que realmente valían la pena”, narra el especialista a este medio.
El largo periplo de Vega encontró una segunda parte en lo que hizo Alliquó, quien hizo muchos kilómetros para completar el trabajo: “Empezamos a hacer viajes de colecta a las distintas provincias que había visitado Vega atrayendo más material todavía y empezar a evaluarlo etnológicamente. Fuimos a San Juan, por ejemplo, en Calingasta, en un pueblo que está en el límite con La Rioja, que se llama Angualasto, que es una zona muy, muy alejada, donde sabemos que no habían llegado los cepajes europeos. Entonces, sabíamos que teníamos la certeza de que eran criollas, de ahí rescatamos material, rescatamos material de Catamarca, de Salta, de Tucumán. Nos falta llegar a Jujuy, pero todos esos lugares hemos recogido material y acá de Mendoza obviamente también”.
Estas variedades nativas o criollas, son lo que sale de la tierra históricamente. Rendían bien, se multiplicaban y localmente resultó muy útil para las comunidades cordilleranas, que las usaban para su consumo personal. Así se fue sosteniendo en el tiempo y sin lugar a dudas sin ese eslabón se hubiesen perdido. El productor supo verla, le gustó y por eso la empezó a reproducir y la mantuvo en el lugar. Si no hubiera sido por el productor, esa variedad se perdía.
Según Alliquó, una vez que tenían todo clasificado y el vino hecho, decidieron dar el paso regionlamente: “Nos encontramos con una gran paleta de vinos muy interesantes, inéditos. Entonces empezamos a entrar en contacto con los productores interesados en esto. Empezamos a hacer reuniones con productores de escala chica, de bodegas chicas, que se interesaban en esto, que entendían ya el negocio, y lo empezaron a vislumbrar”.
Así fue como se fue difundiendo la producción de este tipo de variedades, que con respaldo de INTA, encontró tierras para la proliferación y bodegueros chicos interesados.
Uno de ellos fue Niven, bodega insignia en esta materia, quienes decidieron comenzar a incursionar en estos vinos, y hoy en día construyeron una marca propia con las variedades criolla chica, la grande, y elaboran hasta vinos naranjas.
En ese sentido, Lucas Niven, de la bodega mencionada, agregó a este medio: “En conjunto con el INTA, hemos desarrollado todo el proyecto de variedades patrimoniales ancestrales de uvas criollas y las hemos empezado a identificar, a fermentarlas y a ponerlas en una botella y mostrárselas al mundo directamente, no solo a Argentina. Le buscamos la vuelta, porque era una uva que no se quería, que se tenía que dedicar para vinos básicos, y nosotros le encontramos la vuelta, desde cómo elaborarla a cómo mostrarla en una botella”.
Lo que hacen los Niven, en su finca familiar e histórica de Junín, Mendoza, no es ni más ni menos que salirse del discurso de consumo y comenzar a elaborar algo novedoso, que si bien al principio costó encontrarle público, hoy está más difundido.
“Los que más me sorprenden son los jóvenes. Tenemos un consumidor de personas de 18 a 26 años que vienen acá, prueban nuestros vinos y te dicen que quieren vino de criolla, y eso fue lo primero que me sorprendió, que gente tan joven ya esté relacionando el vino de criolla con algo cool, con algo lindo para tomar, con algo fresco, agradable y desestructurado”, dice Lucas con una copa en la mano.
Sobre la asociación de elaboradores de uvas criollas, Niven describe a Bichos de Campo: “Llevamos ya tres años de trabajo en la Asociación de Productores de Uvas Criollas y No Tradicionales en conjunto con el INTA, que nos está dando todo su apoyo para que podamos formar esta institución, y que cada vino de las personas que pertenezcan a la asociación pueda tener ese sello distintivo y de calidad e identificación de estas uvas criollas”.
Si esta nota despertó intriga, tanto Niven como sus socios, elaboran criolla grande, que vendría a ser como la criolla tinta, o el tintito de verano de las criollas. “Es el que más vendemos, y después muchos vinos naranjos que hacemos con torrontés, que hacemos con moscatel, que también son muy buscados, o los ligeramente espumosos que son estos vinos tipo efervescentes, ancestrales, que tienen esa borra y esa burbuja, que para el verano también son muy buscados”, resume Lucas Niven.
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