Como cada 15 de agosto, la Federación Agraria Argentina (FAA) festeja un nuevo aniversario, ya que la entidad fue creada formalmente ese día de 1912, pocas semanas después de la revuelta de chacareros conocida como Grito de Alcorta, que había sucedido el 25 de junio. En los últimos años, la entidad de la Mesa de Enlace ha atravesado por algunos cismas y crisis internas. Por ejemplo, las cooperativas enroladas en la FECOFE (Federación de Cooperativas Federadas) dieron el portazo hace años y actualmente forman parte de un espacio diferente, que denominan Mesa Agroalimentaria Argentina, junto a otras organizaciones como la UTT. En este texto los dirigentes de Fecofé se permiten reflexionar sobre lo que significa “ser federados hoy”.
Identidad, del latín “ídem”: lo mismo, que se repite. Aquello que nos explica quiénes somos y brinda pertenencia a un grupo social. Ser alguien dentro de un colectivo tranquiliza, otorga seguridad, produce reconocimiento.
Una visión materialista nos dice que estamos hechos de órganos compuestos por células y éstas por átomos. No obstante sabemos que las células en el organismo van cambiando permanentemente. Entonces ¿qué es lo que hace que seamos quienes somos a pesar del paso del tiempo? La respuesta puede estar en aquella frase de Eduardo Galeano: “No es cierto que las personas estemos hechas de átomos, estamos hechas de historias”. Cuando pasamos del yo al nosotros aparece una identidad colectiva, que no tiene un cuerpo, tiene imágenes y narraciones.
Las identidades colectivas cambian al igual que la de las personas. El tiempo atenta contra la identidad como imagen y allí aparece el relato. Las estructuras cambian, las creencias, los valores y las costumbres, también. Lo único que asemeja a un federado de 1912 con otro de 2021 es el relato, la historia que nos contamos y nos cuentan. No es objetiva ni científica. Pero nos sirve, por eso apelamos a ella, aunque suela resultar anacrónica, perimida. Encapsularse en una identidad puede alambrar nuestro porvenir. Mejor que nos alumbre, sin encandilarnos.
La unidad identitaria está en la memoria y la memoria también es un relato. En ese terreno se juega la política. Sin embargo nunca somos idénticos a nosotros mismos. Es un artilugio que necesitamos para atemperar vacíos existenciales, para encontrar sentido. La identidad está más del lado de la emoción que de la verdad.
Ser federados, hoy, es encontrar sentido histórico a la vez de comprender lo nuevo. Una búsqueda que incluye al otro reconocido como par. Con objetivos comunes a pesar que los intereses parezcan diferir. Aquí, la introspección ética sigue siendo una condición necesaria y vigente. No confundir con la amistad de los poderosos, porque nos subsume y consume, nos amarra y desgarra. Allí la correlación se traduce en dominio.
Sentimos y actuamos en función de pertenecer, trazamos una frontera que determina a quiénes abarca y a quienes no. Es una imagen de nuestra propia persona y del “nosotros” al que pertenecemos. Podemos presumir cuánto vale un cuerpo propio o extraño. Peligroso desvío que propicia al racismo, al clasismo, al sectarismo, al machismo. Antítesis de los valores cooperativos.
El cooperativismo se basa en armonizar el yo en el nosotros. Y si hay un nosotros hay un ellos. La clave es: a quiénes caracterizar como ellos y a quiénes como nosotros. Ellos oprimen, dominan, primarizan, concentran, contaminan, expulsan. Nosotros somos la idea de un mundo mejor, equitativo, inclusivo, democrático, solidario, humano.
Elegimos esa pertenencia a un nosotros amplio, contenedor, generoso, que nos enseñe a vivir sin falsas dicotomías, sin el agrietamiento del ser. Siendo permanentes constructores de identidad. Escribiendo nuestra propia historia, resignificando las mejores tradiciones, recreando los valores fundacionales, siempre amalgamados en el sujeto social protagonista del presente.
La Federación Agraria Argentina nació a la luz del “Grito de Alcorta”, en tanto rápidamente surgieron derivaciones del mismo hito agrario. Es decir, otras “identidades” aparentemente distintas si bien generadas en su misma naturaleza y por el mismo sujeto agrario. Cierto esencialismo, nos define intrínsecamente como “federados” pero se contradice con la evidencia de encontrarnos desencontrados a pesar de esa esencia compartida. Allí nos gana la impostura, en vez de experimentar un agrarismo despojado del prejuicio identitario.
Identidades genuinas requieren de entidades legítimas. Detentar una memoria histórica vaciada de contenido (y de base societaria) es propio de la politiquería y sus sellos de goma. El negocio de la política que permea en la nostalgia agrarista. Resume el tango: “la nostalgia de haber sido y el dolor de ya no ser”.
Acaso no advierten que los productores de la Unión de Trabajadores de la Tierra se parecen mucho más a los chacareros de Alcorta que a los que militan brazos agropecuarios de partidos políticos. Que a las fuerzas de choque de los que se convocan a sí mismos, mientras se miran el ombligo. Y el bolsillo vanidoso y egocéntrico. Incapaces de dar sentido a lo común, de construir comunidad.
Es preciso concebir la identidad como el producto de un sistema de diferencias. Donde el sujeto es múltiple y en proceso. Existe una subjetividad relacional atravesada por la diferencia, por eso hay que unirse con el distinto, que en su singularidad ama y sueña justicia, trabajo, tierra, inclusión, agregado de valor, industrialización, arraigo. No se trata de bajar banderas, tampoco de levantar barricadas. Sino de construir un nuevo sujeto colectivo poniendo en juego el deseo y la imaginación.
Un deseo auténtico. Aquel que no se guía por el deseo forzadamente adscripto a una identidad, sino el que rompe con el lenguaje del ser y adquiere el lenguaje del devenir. Se trata de construir narrativas que den lugar a todos los actores que estamos llamados a interpretar, sabiendo que cada uno forma parte de nosotros.
El siglo XX estuvo signado por fuertes identidades, en un contexto de extendida participación de masas, fragmentadas por agrupamientos determinados por intereses específicos. En el siglo actual esas identidades entraron en crisis, los sujetos sociales “representados” mutaron sus comportamientos en función de subjetividades instituidas desde identidades globales, desentendidas de su peculiaridad y paradójicamente individualizadas.
La concentración de la economía, las finanzas, la producción, los recursos y el ingreso, colisiona e interpela a las estructuras identitarias obsoletas en cuanto a su rol democratizador y distribucionista, cuyos horizontes fundacionales quedaron reducidos al imaginario construido en su historicidad y que a su vez no encuentra completud de sentido en la práctica social actual. Negar la inevitabilidad del cambio es una negación de la realidad. En un sentido dialéctico, para unirse primero hay que separarse.
Tempranamente emergieron dos tradiciones centenarias, la de los “federados” referenciada en la Federación Agraria Argentina, por un lado, y la de la Asociación de Cooperativas Argentinas -luego nucleada en CONINAGRO- por otro. Cada grupo fundó cooperativas, mutuales y otras sociedades, en diversos rubros: agropecuarias, salud, ahorro y crédito, seguros, turismo, etc.
Esa lógica, donde predominan las diferencias, está agotada. Ya no hay razones objetivas para que un productor decida elegir una u otra por sustanciales diferenciaciones productivas, de escala, beneficios adicionales o porque sus principios y valores sean inobjetablemente diferentes. Por ende carece de sensatez prolongar el desencuentro. Tal vez sí, encontremos subjetividades desencontradas.
En ese caos identitario cualquier cambio o transformación, es visto como un riesgo para la identidad y para la entidad, para la integridad de nuestro propio ser. Por lo tanto debe aniquilarse o asimilarse a lo uno, a lo igual. El otro es una anomalía, una discontinuidad, una amenaza. Lo diferente es patológico, inmoral, anormal o criminal. La identidad así interpretada es la base de lo absoluto, del absolutismo. La negación institucional de lo que no es yo (o nosotros).
La unidad no implica ser idéntico sino aceptar la diferencia que supone estar con distintos en diferentes contextos. Para ello tenemos que aceptar la discontinuidad. Pensar y hacer en términos de identidad, de continuidad, es inducir al error y al delirio de que nada cambia.
Ese texto que somos se escribe todo el tiempo. Para no cristalizarse en dogmatismos necesita del encuentro con el otro. La nueva identidad narrativa crece en la medida en que los lenguajes se fusionan. Es fundamental esa mixtura. Para que la libertad no se vuelva autoritaria, violenta, negadora (y odiadora) de la diferencia.