AgroLeaks, por Alejandra Groba.-
Muy rubia clara toda ella, y de sonrisa gardeliana, a Lucía se la puede ver las tardes de semana a la salida del colegio Lengüitas, en Palermo. Tiene 23 años años y lleva diez vendiendo churros, pequeñas y deliciosas dosis de trigo argentino. Que ella esté a la salida de la escuela es, para muchos de los chicos, más relevante que si están sus propios padres.
Llega pedaleando a eso de las 17, vestida con un gorro de cocina rayado y el delantal haciendo juego, con el bolsillo central adornado por aquella viñeta de Mafalda y el palito de abollar ideologías. Trae alrededor de 15 docenas de churros en el canasto de la bicicleta, un rollo de servilletas y un vertedor de azúcar. Y mucho cambio en una riñonera. Se estaciona en la puerta de Juncal, y espera que grandes y chicos vayan llevándose la producción del día, que suele agotarse. Si le sobra y tiene tiempo, los días que cursa se lo lleva a la UNA, donde está estudiando dirección escénica, y lo vende allí. Si no, busca personas pobres por el camino y se los regala.
En el barrio ya la conocen y a veces la paran de camino a la escuela y le compran. Cada tanto por esto llega más tarde, y entonces viene gritando con una voz grave y poderosa: “Hay churro, hay churroooo”. Churros típicos, churros rellenos con dulce de leche y churros bañados en chocolate. Los rellenos sin baño son los que más salen, pero si la ponen a elegir ella se queda con los comunes, aunque ya casi no se tienta. Tres por $ 20.
Si al mediodía llueve, es muy probable que falte a la cita, porque prefiere freír –con aceite y grasa- en el patio de la casa y no adentro. Sí o sí tiene que usar harina de trigo tres ceros. De un kilo saca unas cuatro docenas.
Vea aquí “cómo preparar unos churros caseros”
También le compran para revender algunos negocios, a precio mayorista, pero a ella le conviene por la cantidad. Los fines de semana acompaña a su mamá, que se mueve por Plaza Francia. El abuelo también hace, y las tías, en Mar de Ajó.
Con tanta familia churrera, el relato típico pediría un tatarabuelo, quizá español, dueño de la receta mágica transmitida en secreto de generación en generación. Pero no, la historia es mucho más pedestre: se remonta a la espantosa crisis de 2001, cuando, apremiados por la falta de ingresos, su abuelo y su madre trataban de rebuscárselas. Un día vieron un aviso en un diario que ofrecía una máquina de hacer churros con las recetas, y la compraron. El abuelo la puso en funciones en Las Toninas, con cierto éxito. De ahí empezó a mudarse por la costa, creciendo y cambiando de playas.
¿Y da el negocio? “Sí, mi mamá pudo criarnos a mi hermano y a mí”, dice orgullosa.
La primera vez que quiso largarse a vender ella misma no fue como esperaba. “Tenía unos diez años y le insistí a mi mamá. Me dio una canastita con un par de docenas, subí una montañita del parque y empecé a gritar como ella. La gente me miraba… Volví con mi mamá y me puse a llorar, sin haber vendido ni uno”. El desengaño le frenó el coraje por unos tres años, cuando en unas vacaciones de invierno probó ir a la puerta del Opera. “Esa vez vendí todo. Y, sobre todo, descubrí que no molestaba a la gente sino que se ponía contenta de que yo estuviera ahí”. La experiencia fue clave. Hace diez años que no para de vender churros, y con eso se mantiene y estudia.
Con la madre van también a las manifestaciones. “Vivimos cerca del Congreso, y como todas terminan ahí, vamos”. Entre las dos encararon algunos churros temáticos: para las fiestas patrias, los bañados en chocolate blanco y celeste; para la marcha por la despenalización de la marihuana, tiñeron el chocolate verde.
La movida envolvió también al novio y ahora empezó su hermano, de 16, en Parque Centenario. “Va los fines de semana con los amigos, que se comen la mitad, pero la otra mitad la venden”.