La última gota que pendía del extremo del alero se ha perdido entre el escaso pasto empapado. Más bonita no podría ser esta mañana recién parida en el Parque Luro. El cielo rojizo se rasga de a tramos con suspendidos trozos de organzas blancos. Es una acuarela este senderito ríspido y solitario.
El áspero suelo que mis alpargatas pisan me llevará hasta una elevación en donde pueda echar al aire mis miradas. Y ya sentada en este suelo de La Pampa, con el mate orillando la profundidad del caldenal, respirando su fría humedad silenciosa, me veo unos años antes sentada en la placita González, con el mismo mate, mirando a mi hijo en la arena jugando con recipientes plásticos vibrantes de colores primarios. Lo veo acarreando a otros niños, que comparten este espacio que se columpia al sol, sus creaciones mágicas. Seguramente esa niña se debe llamar Josefina.
Un rato antes mi cocina olía a galletitas de manteca. Ese movimiento suave con las yemas de los dedos que va desarmando los 125 gramos de manteca pomada con los otros 125 de azúcar común hasta transformarlos en una arena gruesa que irá cambiando su textura a medida que le agrego los 2 huevos y la yema mezclados con la esencia de vainilla. Los 250 gramos de harina se unen fácilmente hasta conseguir un bollo liso y suave que, envuelto en una bolsa de nylon, dormita unos 15 minutos en la heladera.
Con la masa fría estirada sobre la mesa, Nacho cortó las estrellitas, los corazones, las lunas, los soles…
Miro hacia el otro lado, hacia lo que fuera el antiguo casco de esta estancia. Miro hacia el castillo. Si comenzara a caminar hacia la laguna sentiría las ramitas al quebrarse por las corridas de los jabalíes. El silencio mudo de este sendero lo hace un estallido de palabras.
El mate está medio lavado y rico. La caminata me trajo hasta el tanque del millón y me regaló esta vista fabulosa de una reserva tan mágica como misteriosa; quizá sea el Matusalén centinela del sur…
Vuelvo mi mirada sobre el columpio de la plaza González, hamacando a Nacho con paciencia, poniéndole el gorrito cada vez que se lo quitara, cantando alguna canción o contándole alguna historia.
Las masitas de manteca huelen a la infancia de mis hijos, a las caminatas anochecidas por el Parque Luro, a los fogones crujientes de charlas entrañables, mientras al remover las brazas algún latido se iba encendiendo. Huelen a ese nido que tanto entibié en La Pampa y que tanta trilla de emociones nos ha obsequiado.
La última gota no fue la última definitivamente. Un inusual aguacero llueve sobre barrio Fitte y mientras saco las galletas de manteca del horno y Nacho juega cerca de mí, yo escribo estas líneas en imprenta sobre hoja cuadriculada para que algún día él lea lo que se le haya olvidado de su infancia. Y qué mejor, en ese instante, que tener a la mano una tibia receta para el alma.
Hermoso! Me encanta como escribís, y queremos leer más!!!