Por Jorgelina Recarte.-
La casa ha quedado en absoluto silencio. Me derrumbo sobre la cama que aún está perfectamente tendida. Me prometo que de aquí en más no volveré a estirar una sabana. Los chicos aun no han regresado de la escuela y tendré que estar perfecta para cuando los vaya a buscar. Me doy una ducha, me quito las últimas huellas de lágrimas extrañas, de esas lágrimas que uno no sabe bien si son de alivio, de tristeza, de melancolía… En fin, en un rato seremos uno menos en esta mesa de la merienda con todo un desafío por trillar: sembrar intensos instantes de felicidad para rearmar esta familia.
Tengo el pelo tan corto que no necesito siquiera pasarme un cepillo, es la libertad misma el aire en mi nuca. Nunca encontraba las llaves del auto hasta ahora, mágicamente les he hallado un lugarcito sobre la mesa –ya no contaremos con quien siempre supo en donde estaban-. Mientras iba desandando las rotondas hasta llegar al abuelo Julio, fui pensando en las palabras exactas para amortiguar el golpe, el segundo impacto, el de una ausencia en la casa, que tendrá esporádicas presencias pero que será un hueco finalmente.
Llego a la escuela. Con aún el bar de enfrente con la jocosa alegría de este marzo que se va recostando en un otoño cálido, y que se irá quedando dormido a medida que los vientos pampeanos se vayan poniendo tercos de frío.
Salen contentos a pesar del gran cambio. Tenemos algunas tareas que hacer cuando lleguemos a Martineta. Entre ellas, armar alfajores de Maizena Duryea.
La receta es de mi abuela y se desarman en la boca, son esponjosos como el abrazo que yo estaría necesitando antes de que los chicos suban al auto. Hay días en que sentimos que la vida nos presiona de los hombros y nos intenta hundir los pies en la tierra, y uno debe levantar más altas las rodillas para dar un paso más, para no quedarse en el surco inmóvil.
Creo que uno tiene una fuerza extra para contingencias, para días tristes y demasiado largos, para días densos, abrumadores. Lograr resembrarse de a ratitos: uno trata de ser una semilla rescatada, uno mismo regresa al surco fértil, se riega, se nutre también de lágrimas el corazón y se aferra a esa fuerza intrínseca del alma para poder vivir.
Llegamos a la quinta. Corremos desde los caldenes hasta la galería. Los álamos atentos están algo bulliciosos hoy y se hacen notar arrojándonos hojas en la pileta.
Cada uno tiene una tarea. Desarmar la manteca, agregar el azúcar. Otro separa las yemas de las claras. Otro trae la botella de coñac del armario pegado a la parrilla.
Así vamos armando la masa para hacer las tapitas, con 250 gramos de manteca pomada, 150 gramos de azúcar común, 3 yemas y una cucharada sopera de coñac; a esto lo batimos y lo dejamos unos 15 minutos en la heladera.
Después pesaremos los 300 gramos de Maizena con historia, aquella que nació en 1850 en Estados Unidos y que por los años 20 llego a nuestro país para afincarse hasta hoy (este es un oportuno dato del libro de las curiosidades). Tan fina esta harina de maíz, tan delicada, que hace que las recetas que las incorporan sean casi sedosas. Sedosas como las palabras que me invento para poder seguir cocinando con los chicos en paz, cuando alrededor todo se desmorona sin más. En la intimidad de tanto desorden emocional, logramos protegernos en este nido con pensamientos suaves como esta fécula de maíz.
Los 300 gramos de harina fina los mezclamos con los 200 de harina leudante, aunque la receta dice claramente común, pero resultan mas algodonadas las tapas. También integramos ½ cucharadita de bicarbonato de sodio y un poco de ralladura de limón.
Sobre los secos ponemos la preparación que sacamos de la heladera. Con una espátula roja de goma intentamos hacer una masa, que nos va a llevar unos minutos porque no es tan sencillo formarla, como no lo es germinar una familia cuando los padres se separan y toda la estructura tambalea. Se mantendrá de pié, eso sí, no tan pronto como lograr hacer este bollo tierno. Bollo que envolvemos con film y lo dejamos olvidado en la heladera un tiempo suficientemente largo como para que los chicos se bañen, yo ponga sus mudas en el lavarropa, almorcemos y lavemos los platos.
¡Ahora si! Ya es momento de espolvorear la mesa con Maizena, pasar el palote por el bollo, que si resultara mas sencillo se puede cubrir con film para que el palote resbale con mas facilidad.
Los tres tienen sus cortapastas en las manos. Es cuando el horno toma preponderancia, en máximo unos 5 minutos, así se inflan. Luego unos minutos mas hasta que al apoyarles la yema del dedo en la superficie ya no se hunda la masa, y a la vez queden blancas.
Mientras horneo estas tapitas de Maizena, los chicos disponen el dulce repostero y la compotera con el coco. Es mas rápido poner el dulce en una manga y hacer copitos en la mitad de las tapas, para luego presionarlos con la otra mitad. Es un juego perfecto cuando la tristeza anda llorando por los rincones una ausencia, entretiene, y con este relleno nos endulzamos el paladar chupando las cucharas. Siempre viene bien un mimo dulce cuando el corazón se recuesta sobre la pena de una reciente ausencia.
Paso el primer día. Tenemos las dos docenas y medias de alfajorcitos lista; somos un gran equipo repostero y nos abrazamos fuerte el corazón cuando las chicharas andan a los gritos por los caldenes de la pampa, con esta simple pero exquisita receta para el alma.
Hermosas palabras!..
Suaves, como la blanca harina de maiz.
Imagino esos alfajores, más dulces que el mismo dulce de leche. 😉
Entre horneadas, dulces y coco rallado, el tiempo hará lo suyo. Lo que no mata, fortalece.
Adorable lectura.