Rafael “Lalo” Palavecino (61) es domador y también se autodefine como “cantor fogonero”. Tiene dos pasiones: los caballos y la guitarra.
Vive en el paraje El Trigo, a 36 kilómetros al noroeste de la ciudad de Las Flores, en la provincia de Buenos Aires. Nació en la estancia La Choza, entre Rauch y Pila, donde su padre era puestero. Eran 14 hermanos, 7 varones y 7 mujeres. Casi todos nacieron en el campo. “Había que salir al galope a buscar a la partera”, rememora.
A los 10 años se fue de su casa porque no alcanzaba el mendrugo. Un tambero vecino le ofreció trabajo y comida. Así empezó a “boyerear” (Nota del editor: trabajar de boyero, cuidar los bueyes, estrictamente se llamaba buey al toro castrado que se utilizaba para tiro y del que luego se aprovechaba su carne).
“Nunca dejé de volver a visitar a mi madre”, recuerda.
“A mis 14 años era todo un hombre porque ya era domador y montaba en las jineteadas. Me volví un apasionado de los caballos, porque el caballo me ha dado todo, mi identidad. Con los caballos logré todo en mi vida: conocí Europa, pude tener una chacra y hacer mi primera casa donde crié a mis dos últimos hijos”.
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Después empezó a domar, fue mensual hasta que llegó a ser encargado en una estancia, donde trabajó hasta los 17 años. Pero un día se fue, porque su patrón no cumplió con lo pactado y lo mandó a “pasear”. A los 19, trabajó en la estancia La Paz y se quedó 4 años. El encargado de la misma, el vasco Chazarreta, tocaba la guitarra. Fue aprendiendo a tocar milongas, mirando al Vasco, y hasta hoy se considera un “cantor fogonero”, de esas guitarreadas espontáneas alrededor de los fogones camperos, donde se canta y se cuentan “macanas”.
En cuanto a situaciones duras que tuvo que afrontar en la vida, recuerda: “En la creciente de los años ’80 me tocó sacar toda la hacienda, entre 20 paisanos, junto a mi padre. Era un mar de agua y había que animarse”.
Salta para otros rumbos: “Yo levanté mi casa con la ayuda de mi señora y de mi hermano. Cocino todo el año y mi señora no cocina. Me gusta y aprendí en el campo, porque si no, no comía. Pero me gusta hacerlo con tiempo, disfrutando. A los guisos los hago bien sopeados. Mi señora trabaja en la fábrica de chacinados El Trigo, a pocas cuadras de acá”.
Cuando le preguntan cómo hay que domar el caballo, señala lo más importante: “El caballo no tiene que tener miedo, sino que tiene que ser amigo del domador. Si le tiene miedo, el domador está fallando en algo. Pero tampoco uno tiene que ser cobarde con él. No le tiene que tener miedo al caballo. Le tiene que tomar confianza a uno, y uno al caballo. Hay que quererlo al animal. Si usted lo quiere al caballo, él a usted lo tratará bien”.
“Yo les hablo y ellos me entienden. Son muy inteligentes”, sentencia Lalo.
“Antes iba a los remates de feria, -continúa- pero como yo faltaba tres días de mi casa y dejaba a mi familia sola, dejé de ir. Tengo una camioneta con un tráiler para dos caballos. Los cargo, y a mis perros en la chata, y me voy a capar y a vacunar. Me gusta tirar el lazo y lograr un caballo bien domado”.
“Hace tiempo me fui a Inglaterra por dos años a ‘hacer’ (preparar) caballos nuevos, de polo. Allá no hay gente que sepa de ese oficio. Acá, por saber esas cosas, uno es un paisano común, pero allá lo consideran un profesional. Quisieron que me quedara allá y hasta me iban a hacer una casa, pero la Argentina se extraña. En Europa es todo muy lindo, muy ordenado, gente muy educada, pero allá no se guitarrea, no se come asado, no hay reuniones y se extrañan las costumbres de acá”, compara con aguda observación.
Lalo también se lamenta: “Hoy ha cambiado todo, acá en la zona ha quedado poca gente en los campos, no se consigue gente para trabajar y en general, no saben. Es que antes, íbamos aprendiendo de chicos. Mi padre, además era soguero, hacía bozales y me decía: ‘hágase todo usted’. Y me enseñó el oficio. Yo siempre me hice mis lazos y me gusta trabajar en soga (el cuero) bien maceteada. No trabajo el cuero crudo, así éste no lastima al animal”
“Tuve dos matrimonios y dos hijos con cada mujer. Ahora, el más chico parece que será futbolero y a la que le sigue, le gusta el campo. Ella es bien paisanita y me sigue para todos lados”, relata Lalo, con orgullo.
A Lalo le gusta la picaresca criolla y los viejos cuenteros: “En los fogones siempre hay uno que miente y otro que miente un poquito más, y uno no se va a quedar atrás… como en el truco. Eso, para la diversión, pero en la vida hay que ser sincero y no mentiroso. Por eso tengo pocos amigos”.
“A mí me gusta cantar todo el folklore, algún tango y valsecitos criollos, una huella, los recitados. La milonga surera, más que el folklore del norte. Me gustan mucho los versos de Pedro Risso. Pero la milonga le llega al que entiende de campo. Siempre canto de afición, para y con los amigos, porque no hay mejor cosa que la sana amistad. Hoy me invitan a todas las yerras y voy con mi guitarra. Pero lo que más quiero es morir de caballo”.