Hago periodismo agropecuario desde 1993, por casi treinta años, y no suelo escribir en primera persona, pero esta vez lo amerita: Gracias Cristina por tanto.
Cuando comencé a escribir crónicas agropecuarias ni la soja ni Cristina Kirchner eran objeto de atención. Humberto Volando, el mítico dirigente de la Federación Agraria Argentina, era uno de los primeros y casi solitarios dirigentes nacionales que denunciaba una masacre de chacareros por culpa de la ley de convertibilidad, que no era lo mismo que ahora pero se le parecía bastante, pues en aquel momento el Estado Argentino jugaba a atrasar el tipo de cambio (por ley) para generar en las grandes ciudades una sensación de consumo y saciedad. En aquellos 90 nacía el “voto cuota” que sucedía al “deme dos” de los milicos. Todavía la soja era un cultivo marginal, Néstor Kirchner recién asumía la gobernación de Santa Cruz y sus buenos amigos Carlos Menem y Domingo Cavallo se burlaban del genocidio rural sugiriendo a los productores de carne o trigo que se dedicaran a la cría de carpinchos.
En 1995 Monsanto aprobó en Estados Unidos su famosa soja RR (el primer cultivo transgénico del mundo) y comenzó una nueva era. Aquí el agrónomo y ex secretario Felipe Solá autorizó su siembra un año después medio sotto voce porque sabía que con esa innovación muchos chacareros podrían ahorrar costos en agroquímicos y que esa soja podría ser una tabla de salvación, ya que achicaba un 20% los costos. La clase política argentina -tanto desde el oficialismo como desde la oposición- se empecinaba en sostener el 1 a 1 (un dólar valía un peso) y nos conducía derechito hacia la peor crisis de la historia: con su aparato productivo deshecho por el atraso cambiario, le gente era igual de feliz porque las góndolas de los supermercados (Carrefour ya había desembarcado por esos años) se llenaban de latitas importadas.
Néstor aplaudía también aquella sangría, abrazado a sus compañeros de ruta mientras se privatizaba YPF. Cristina Kirchner, su esposa, ya era senadora desde 1995. Estaban en el centro de la escena política cuando sucedía todo aquello. En la década de los 90 y hasta la crisis del 2001 (el censo agropecuario se realizó en 2002) la cantidad de productores argentinos se redujo de 412 mil a 333 mil. Y los que sobrevivieron quedaron muy endeudados.
Nunca escuché a Néstor o Cristina hablar de la situación agropecuaria luego de su desembarco en el gobierno nacional, a partir de 2003. Muchos atribuían esta situación a su origen patagónico, pero tampoco de la situación de los productores de ovejas hablaban. Su discurso agropecuario recién comenzó a enhebrarse a partir de que -detrás del estallido de 2001- hubo que pesificar las deudas en dólares que habían contraído muchos argentinos, ya sean rurales o citadinos. Recién ahí, con la economía creciendo nuevamente gracias a un tipo de cambio más competitivo, los pingüinos comenzaron a pasar la factura de que gracias a ellos se habían podido levantar las hipotecas de muchos chacareros. Yo periodista, que había comprado un PH en dólares años antes, también pude pagar el crédito recién cuando lo pesificaron.
Gracias Cristina por tanto. Recuerdo bien a Carlos Zannini, en aquellos primeros años de gobierno, asistir a un congreso nacional de la Federación Agraria en Rosario para prometer que finalmente había llegado “un gobierno chacarero”.
La soja transgénica, como había previsto Solá, se había convertido para ese momento en una opción superadora a todo el abanico de cultivos disponibles: competía por la superficie con el trigo y el maíz, pero también con muchas economías regionales, como el algodón, el arroz, el girasol… También comenzaba a acorralar a las vacas, que dejaban de ser una opción competitiva sobre todo desde que a Néstor, bravucón con pistola, se le ocurrió cerrar las exportaciones de carne desde 2006, para luego cuotificar el negocio en manos amigas como está sucediendo ahora de nuevo. Calculaba el INTA que 12 millones de hectáreas cedió la ganadería a la nueva ama y señora del agro argentino. Por la combinación de glifosato, siembra directa y OGM, pero especialmente por la sencillez de su manejo agronómico, la soja se imponía. La superficie sembrada que en 2000 había sido de 8 millones de hectáreas creció al doble cuatro años después, en el apogeo del primer kirchnerismo.
En aquel momento los periodistas especializados en agro fuimos requeridos por las grandes redacciones porque éramos (supongo) capaces de explicar dos fenómenos económicos muy en boga nuevamente en estos momentos: cómo estaba relacionada la soja con los ingresos fiscales y con la liquidación de divisas. Es que desde 2002 (por obra del duhaldismo) la soja había comenzado a ser clave en ambos aspectos. Se reimplantaron las retenciones o derechos de exportación, pero también se comenzó a obligar a las grandes cerealeras/aceiteras a cambiar los dólares obtenidos por sus negocios en las ventanillas del Banco Central, como sucede hasta ahora.
La soja comenzó a ser no solo clave para la economía agropecuaria sino también para toda la economía, que había quedado escuálida tras la década infame que el kirchnerismo había aplaudido.
Recuerdo bien que tras la crisis de 2001 y luego de los cinco presidentes en una semana, las retenciones primero se fijaron en 10%, pero a los pocos meses -luego de la gran devaluación- subieron al 20%. La soja comenzó tributando siempre un pucho más que los cereales, porque también desde la época menemista venía aplicándose un régimen de retenciones diferenciales de 3,5%, para promover aquí la industrialización del poroto que era realizada por un puñado de empresas agroexportadoras a orillas del río Paraná.
Aquel primer kichnerismo fue tocado por la varita mágica, no solo porque empezó a gobernar cuando otros ya habían hecho el trabajo sucio sino porque los precios de los granos comenzaron a subir fuerte en los mercados internacionales. Especialmente a partir de que Néstor finalizaba su mandato en 2007 e imponía a Cristina como su sucesora. En noviembre de 2007, cuando ese recambio había sido avalado por las urnas, Néstor ya había elevado las retenciones a la soja del 23,5 al 27,5%. Y luego las llevó al 35%. Con la soja en franca expansión, sucedía aquello de que de cada tres barcos cargados de soja que salían del país, uno iba para el Fisco.
Era evidente la injusticia: era una cosa realmente extraña que un país agropecuario castigara a sus exportadores con un impuesto tan elevado, que “desacoplaba” los precios internacionales de los que cobraban sus propios productores. Era regla: si la soja costaba 300 afuera, aquí valía 200. Y todos fuimos naturalizando eso porque la cosa aún así funcionaba y sus externalidades no se notaban. Eran la desaparición de muchos productores y algo de lo que todavía debemos discutir: el fuerte empobrecimiento del principal recurso argentino, el suelo pampeano.
En 2008, la renta que ofrecía una soja que tocaba los 600 dólares por primera vez en la historia alcanzaba para todos. Y sobraba. Envalentonados por las altas tasas de retorno, ganaban terrenos los grandes pooles de siembra, la agricultura se profesionalizaba rápidamente y muchos chacareros se veían tentados en colgar los guantes para convertirse en “rentistas” de esas organizaciones que sembraban soja de a miles de hectáreas. Era negocio redondo aunque significara el quiebre de una cultura agropecuaria de varias décadas: los productores se convertían en comentaristas de la realidad desde los clubes de cada pueblo. Ganaban más dinero esperando el arrendamiento que asumiendo los riesgos de producir en sus pequeñas parcelas.
El kirchnerismo, como siempre, no decía nada.
Nunca se sabrá que tuerca le chifló a Cristina Presidenta, en marzo de 2008, cuando se dividía entre los consejos de su secretario Guillermo Moreno que le recomendaba subir las retenciones a la soja al 56% o su joven ministro Martín Lousteau, que ideó un engendro inaplicable llamado Resolución 125, que imponía retenciones móviles que en el caso de la soja arrancaron en el 44%. En cualquier caso, decidió ir por todo y dar un zarpazo más que evidente sobre la rentabilidad del resto de los invitados a la fiesta de la soja, que comenzaron la defensa inmediatamente. Nació entonces la Mesa de Enlace y todo se pudrió Las cuatro entidades agropecuarias que no habían podido juntarse cuando Volando denunciaba una masacre de productores, ahora lo hicieron de inmediato.
Cristina dijo entonces que su gobierno se enfrentaba contra “los piquetes de la abundancia”, gente insensible que no quería compartir con ella y son el pueblo algo menos la mitad de su ingreso bruto (la retención impacta sobre el valor internacional de la soja y no sobre las ganancias de los agricultores). Los Mempo Giardinelli de la historia se sumaron de inmediato a esa estudiantina, acaso convencidos de que estaban finalmente enfrentando a la oligarquía vacuna vernácula que había tumbado a Juan Perón casi 60 años antes, cuando la soja no existía en estas costas. O quizás convencidos de que estaban protagonizando una verdadera revolución. Andá a saber.
Tampoco se sabrá que tuerca se les aflojó a muchos progresistas que se alinearon dogmáticamente con un gobierno que agredía sin demasiado sustento a uno de los pocos sectores productivos que habían quedado en pie tras la crisis de 2001. Progresando en esa grieta, la Argentina ingresó así en el errado sendero histórico de comenzar a morder “la mano que le daba de comer” y todos comenzamos a pagar las consecuencias. Desde 2011 casi no existen indicadores económicos y sociales positivos que nos marquen que el camino pueda llegar a ser el correcto. Pero hacia allá vamos, insistiendo en el desacierto.
Gracias Cristina por tanto.
A partir de allí, ya no importaba si la soja valía 300 o 600 dólares por tonelada: el kirchnerismo, “la sangre en el ojo”, jamás cedió en su decisión de gravar el cultivo y a quienes lo sembraban, sean pequeños chacareros o grandes compañías agrícolas. Cada tanto, algún dirigente avergonzado de ese espacio lanzaba algo sobre la necesidad de avanzar en una “segmentación”, porque “no todos son lo mismo”. Pero la verdad es que era todo saraza para su propia tropa y jamás llegó a aplicarse nada en concreto.
Hasta que Cristina entregó el gobierno a fines de 2015 a Mauricio Macri, las retenciones a la soja fueron del 35%. Y si el poroto seguía hasta entonces dominando el escenario productivo argentino, fue por los milagros de la transgénesis (la soja siempre fue más barata de sembrar que el resto de los cultivos) y porque el mismo kirchnerismo que decía odiarlo y deploraba la “sojización” hacía todo como para que en ese momento se sembrara sobre 20 millones de hectáreas, el 65% de la superficie agrícola total.
La clave de semejante éxito no era que la soja fuera beneficiada, sino que todo el resto de opciones era también castigado de modo más que brutal: el trigo y el maíz también soportaban elevadas retenciones de más del 20%, pero además el gobierno fijaba cupos de exportación y otros inventos intervencionistas, que a veces elevaban los descuentos hasta más del 50% respecto del valor internacional.
Si durante los cuatro años de macrismo el visible proceso de sojización comenzó a revertirse no fue porque aquel gobierno más pro-campo redujo sustancialmente los derechos de exportación sobre la oleaginosa (en rigor, solo bajaron del 35 al 26,5% en dicho periodo). Fue por el acierto de quitar la presión y las trabas sobre el resto de actividades y cultivos que eran una opción frente a la soja. Lo cierto es que las gramíneas recuperaron mucho terreno perdido. Y también comenzó a hacerlo incluso la ganadería.
Pero volveremos. Y volvimos. Para enfrentar a Macri, el cuco que ella misma construyó como su principal enemigo político, en 2019 Cristina ideó una fórmula de tres cabezas: ella iría como vicepresidenta de Alberto, que representaba un ala mucho más moderada. Y en el medio, Sergio Massa quedaría como jefe de la Cámara de Diputados. La Cámpora de su hijo Máximo se sosegaría y todo iría color de rosas por el bienestar del pueblo y la impunidad de sus dirigentes, incluso ella, que estaban salpicados por infinidad de casos de corrupción. Ayudó a este plan -sin dudas- el desastre de la gestión económica de Cambiemos, que comenzó a zozobrar luego de una sequía en 2018 que redujo un 30% la cosecha de soja (justamente) y le birló a la economía unos 8.000 millones de dólares que tanto se necesitaban. De nuevo el FMI, de nuevo el endeudamiento.
Gracias Cristina por tanto. Volvimos. Para ese entonces, según el Censo Agropecuario 2018, la tendencia a la concentración en el ámbito rural no se había detenido. Había cada vez más políticos, más planes sociales, más rentistas de la soja y la cantidad de productores reales se había reducido de 333 mil a solo 250 mil.
La soja, en este nuevo tramo de influjo kirchnerista rehabilitado en 2019, mereció el mismo tratamiento de antaño: el Estado no cedería ni un palmo en nombre de una supuesta justicia redistributiva que los pobres jamás verían. En diciembre de 2019, Alberto consiguió apoyo del Congreso (incluyendo a la oposición) para elevar las retenciones de inmediato primero al 30% y a los pocos meses al tope de 33%. No más allá, porque sería casi una expropiación a los productores, que seguían ajenos del debate público, cayendo como ranas de criadero.
Pero a diferencia de aquellos años donde Cristina -o a lo sumo Néstor- era la única voz autorizada para definir las políticas (incluso en materia agropecuaria, donde la vicepresidenta ha mostrado una profunda ignorancia, por ejemplo al referirse al glifosato como un fertilizante), en este breve capítulo de la extensa historia que me ha tocado contar el relato de la soja tuvo tantos matices como sectores que conforman la coalición de gobierno.
En una primera etapa, cuando Alberto todavía parecía tener chances de ejercer un gobierno más moderado basado en acuerdos con la oposición y los sectores económicos y sociales, la soja volvió a tributar en máximos históricos, pero existía cierta culpa con el pequeño y mediano productor. Como acto de constricción, el kirchnerismo avaló un ensayo de “segmentación” a favor de ellos, que eran 42 mil sobre un total de 50 mil CUIT vinculados al poroto. Ese operativo estuvo a cargo de la gestión del ministro Luis Basterra. El dinero llegó tarde y mal (recién se terminó de pagar a mediados de 2021), y apenas representó la devolución de una ínfima porción de lo que se les habían descontado a los productores.
Duró poco, porque a mitad de 2020 el kirchnerismo más duro comenzó a imponer sus lógicas confrontativas. Fue entonces que se lanzó el intento de expropiación de la aceitera Vicentin, a la que supuestamente el gobierno macrista había ayudado, y que ingresó en el concurso de acreedores más oneroso de la historia, con un pasivo de 1.300 millones de dólares. En aquel momento, Cristina y sus Mempo hablaron hasta de nacionalizar la Hidrovía para recuperar el comercio exterior de granos y liberar a la Nación del influjo dominante de solo 9 empresas, las cerealeras/aceiteras agroexportadoras, que concentraban el 35% de las exportaciones y eran claves en el aporte de divisas al Banco Central.
Fue una pantomima del conflicto de 2008, pues las razones de fondo para esta breve ofensiva fueron las mismas: la soja nuevamente comenzaba a subir en los mercados internacionales, tocaba de vuelta los 600 dólares, y Cristina veía territorio propicio para querer avanzar sobre la renta sojera que prácticamente se dividía en tercios: uno para el Estado por retenciones, el otro para los dueños de los campos y el tercero para la cadena productiva, incluyendo los contratistas y los proveedores de insumos.
Cuando tras esa primera intentona el gobierno tuvo que retroceder, Cristina comenzó de inmediato a horadar el poder de su propio presidente e inició la etapa de marcarle la cancha a “los funcionarios que no funcionan”. Basterra fue reemplazado en el ministerio de Agricultura por el aceitoso Julián Domínguez, que siempre con una sonrisa a cuestas comenzó con el rearmado del andamiaje intervencionista sobre el resto de la economía agropecuaria: volvieron los cupos a la exportación de carne, trigo y maíz, finalmente los rubros que podrían poner un freno a la bendita sojización que tanto molesta a los Giardinelli de la vida, que curiosamente aplaudían como monos sabios todos estos avances del gobierno popular sobre los negocios agropecuarios que dejaban tierra fértil para el crecimiento de la soja.
Gracias Cristina por tanto: Como mal remedo de aquel poderoso Guillermo Moreno que intervenía sobre todos los factores de producción se ungió al contador Roberto Feletti como secretario de Comercio. Con él también florecieron algunos fideicomisos donde se subsidiaba ciertos alimentos -como las harinas o el aceite- con la “rentabilidad extraordinaria” de la cadena sojera. Obviamente siempre eran los productores los que pagaban estos ensayos, pues las crueles agroexportadoras siempre se las ingeniaban para trasladar a ellos no solo las retenciones sino cualquier otro costo que surja de las regulaciones oficiales.
Las retenciones a la soja permanecieron en el tope del 33%, tanto para el poroto como para los derivados de la molienda que realizan esas nueve empresas multinacionales que -como Vicentin- se “apropian de todas las divisas y hambrean al pueblo”, porque no quieren compartir las ganancias de una soja que de nuevo se había instalado por sobre los 500 dólares a partir de 2021. Eso sí, aquí los chacareros nunca llegaban a cobrar más de 350 dólares por imperio de las misma retenciones. Y los rentistas que cobraban el alquiler de su campo se quejaban cada vez más de que para ellos la soja no llegaba a valer más de 190 dólares, debido a la brecha cambiaria y a que el gobierno no los dejaba comprar dólares a valor de mercado.
Y aún así, la soja seguía dando para todo, pues 1 de cada 3 dólares que ingresan al país provienen de esa cadena y por fortuna siguen siendo bastantes las personas que logran cambiar la camioneta y hasta perduran varios rentistas que con el alquiler del campo -en quintales de soja- hasta pueden llegar a irse de compras a Miami. Los que crujen con este estado de cosas, como casi siempre, son los productores más genuinos, de los que hablaba Volando al principio de esta larga historia: es que hasta la soja, último salvavidas en una economía turbulenta, comenzó a fallarles en medio de una fortísima suba de los costos productivos provocada por la inflación, el cepo cambiario y frente a un atraso visible del dólar oficial, como sucedía en aquella época de los 90.
Gracias Cristina por tanto. Si hasta los carpinchos que Cavallo les sugería criar a los chacareros se han mudado a Nordelta.
Ahora le llegó el turno a Sergio Massa, tercer vértice de un triángulo de poder que solo viene genera indicadores de pobreza más agudos. Cristina parece haber vuelto a dar un paso al costado y entonces el nuevo ministro de Economía ensaya cosas muy diferentes a las que se venían haciendo: ya no se habla de expropiar Vicentin ni de nacionalizar la Hidrovía y sufren los Mempo de la vida, pues hasta de las banderas que cubrían su desnudez intelectual los vienen despojando. Se ajustan en cambio las clavijas de una macroeconomía desquiciada y se ajustan también la tarifas de los servicios; se recortan las importaciones que ofrecían sensaciones de un confort irreal -como en la convertibilidad-; y se ofrecen algunos gestos de confraternidad hacia los sectores exportadores, que pueden generar las divisas urgentes que necesita el sistema para no explotar. Porque es esto lo que se intenta evitar, una nueva crisis como la de 2001, una nueva mega devaluación que -como sucedió entonces- condene a otra capa de argentinos, otro decil, a vivir en las playas de la pobreza de las que casi nadie regresa.
Gracias a Cristina, en su propio gobierno hay un ministro de Economía que se cansa de lanzar elogios hacia los sectores exportadores, incluidos los productores de soja.
Y aquí llegamos hasta el dólar soja, que es una argucia que las mismas nueve agroexportadoras que el kirchnerismo denostaba hasta hace pocas semana le acercaron a Massa (y por añadidura a Cristina) para sortear el momento más difícil y la crisis inevitable, el precipicio que sigue al final de aquel sendero errado que eligió transitar la señora Kirchner hace tantos años, y que Giardinelli aplaudió con fervor: el de un país que decide vivir alimentándose de comerse a sus propios sectores productivos.
Uno por uno, cientos de miles de chacareros fueron devorándose Cristina y sus adláteres. Cuando llegue el próximo censo agropecuario lo volveremos a confirmar. Mientras en el resto del mundo se cuida a los que producen, acá nos los comemos en aras de una justicia social que jamás llegará, pero que se traduce en una riqueza concentrada cada vez en menos manos.
En la Argentina se necesitan 2,7 “dólares soja” para poder comprar un dólar auténtico
El dólar soja es el muestra de cinismo más grande al que pueden llegar a apelar los que no quieren hacerse cargo de aquel pecado capital de haber enfrentado a la política pública con los sectores productivos que le dan de comer, sobre todo con el agropecuario. Cristina lo hizo sin pausa desde que comenzó a gravitar en la vida pública, allá lejos y hace tiempo, cuando la soja apenas existía y Mempo ejercitaba una sana escritura.
Con el dólar soja, que es un tipo de cambio especial de 200 pesos para las exportaciones del complejo sojero que se realicen (o se anoten) en septiembre, de modo de tentar con un mejor precio a los productores y a los dueños de los campos que todavía conservan ese grano en su poder, finalmente se produce la fórmula inversa. Con el único objetivo de recuperar las exhaustas reservas del Banco Central todos los argentinos -incluso éste cronista agropecuario- terminaremos subsidiando los ingresos de los sojeros, a quienes tanto exprimimos durante estos 20 años de historia.
Quienes vendan su soja en septiembre ya no cobrarán los 50 mil pesos por tonelada que cobraban hasta ahora por imperio de la vigencia de las retenciones y la brecha cambiaria. Tampoco cobrarán los más de 100 mil pesos que les corresponderían si no sucedieran ninguna de esas cosas, en un mercado absolutamente libre. Cobrarán unos 70 mil pesos por tonelada, a mitad de camino.
Según los cálculos del propio Massa, el costo fiscal, o el dinero adicional que se necesita para semejante operativo, será de unos 600.000 millones de pesos, que se obtendrán de nueva deuda publica o directamente de la emisión de billetes. Es decir, es plata que pondremos entre todos.
Gracias Cristina por tanto. He sido relator de la historia reciente de la soja en la Argentina, de su expansión, de la tentación de los gobiernos por apropiarse de la mayor parte de esa renta. Y nunca me hubiera imaginado subsidiando los ingresos de uno de los sectores más competitivos de la economía local. Nunca me imaginé como ahora, aportando mi granito de arena para que cobren unos mangos más los cada vez menos productores genuinos que quedan en pie, las señoras de Recoleta que les alquilan sus campos, las fábricas de tractores que venderán algún equipo más, y hasta las nueve grandes compañías agrícolas que manejan más del 40% de las exportaciones totales de la Argentina. Nunca me imaginé subsidiando a los gringos de Cargill o a los chinos de Confo, y sin embargo estoy aquí haciéndolo.
Que nada me prive de este pequeño instante de gloria: Solo para exprimirle unos cuantos dólares de urgencia, por lo menos durante septiembre los argentinos estaremos subsidiando a la cadena productiva a la que tanto jugo le hemos sacado durante dos décadas de historia. Jamás me hubiese imaginado subsidiando a los piquetes de la abundancia.
Pero supongo que será solo un instante, casi un espejismo. Y que luego, a partir de octubre, volveremos a transitar el mismo camino de una economía cada vez más flaca y de una política berreta que subsiste solo porque se alimenta de consumir esa economía.
La crisis volverá a estar a la vuelta de la equina, todos seremos un poco más pobres y los Mempo de la vida seguirán aplaudiendo a una Cristina que, embravecida en nuevas batallas contra “la rentabilidad extraordinaria” de la soja, volverá a sentirse una estadista.