Gaspar Campos, con 76 años de edad, no abandona sus pasiones de montar y de transmitir sus sapiencias sobre el juego del Polo y del Pato a los más jóvenes. Pero desde niño cultivó el arte de la buena música de manos de su madre, que era profesora de piano y muy amiga de los renombrados Hermanos Ábalos. Fue ella quien le enseñó a tocar la guitarra.
Recuerda Gaspar que sus padres tenían una casa en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, que utilizaban, sobre todo, cuando se llegaban a participar en los eventos de La Rural. Y cuando ellos la habitaban durante esos días, siempre había música. Cuenta que veía entrar a muchísimas figuras del folklore, como Eduardo Falú, Raúl Carnota, Omar Moreno Palacios, Carlos López Terra, Julia Elena Dávalos y tantos más. Apenas llegaba alguna de esas figuras, ya se armaba la fiesta musical que podía durar hasta altas horas de la noche.
La guitarra le dio grandes satisfacciones a Gaspar durante toda su vida. Por ejemplo, cuando supo conformar el dúo La Collera, con Juan Carlos “Coqui” Sondón. Lo que jamás imaginó fue que, cuando hace unos años sufrió un accidente en una de sus manos, fuera la música la que lo sacaría de un profundo y peligroso pozo depresivo, y lo devolvería a la vida.
Gaspar nació en Lobos, provincia de Buenos Aires y su ancestro Juan Esteban Ambrosio Campos arribó desde España a estas tierras en 1750. Recuerda que sus abuelos se fundieron en la crisis de la década del treinta y perdieron sus campos. Sus padres vivían en un campito a 7 kilómetros de Brandsen, donde tenían un pequeño tambo. Pero ese ingreso no le alcanzaba a su papá para mantener a su familia y tuvo que salir a trabajar de policía para sumar ingresos.
Apenas Gaspar tenía 4 meses, su padre decidió trasladarse con toda su familia a San Luis, donde compró una extensión grande de tierra, a bajo precio, con un crédito, y allí vivieron durante 15 años. Quedaba en el atractivo Valle de Pancanta, plena zona serrana en el centro-norte de la provincia, a una altitud de más de 1500 metros, antes de llegar a La Carolina, a unos 80 kilómetros de la capital provincial. Compró 11.000 hectáreas y apenas pudo criar unas 1100 vacas. Aquel paisaje atravesado de ríos y cascadas, que fuera de huarpes, comechingones y ranqueles, y aquella vida tan agreste aún está presente en la memoria y en los ojos de Gaspar. Conserva una idílica foto de sus padres, posando sobre un peñón.
“Nevaba mucho, tanto, que llegaba hasta las ventanas -cuenta Campos-. Los corrales eran de ‘pircas’, de piedras. Papá tenía un willy’s con doble tracción al que cargábamos de mercadería en la capital, y recuerdo que, al regresar por caminos de ripio y cuestas muy empinadas, paraba para descansar el motor, y nos hacía trabar las ruedas con piedras para que la chata no se fuera hacia atrás. Cuando llovía fuerte, se ponía peligroso, porque se podían desmoronar los cerros. Se bajaba la hacienda por tropa hasta San Luis. Mi padre trabajó mucho, fue una vida muy sacrificada. Nunca olvidaré la personalidad del capataz, Sinforiano Barrozo. Esa vida rural y serrana me marcó para siempre, allí mi padre me hizo bien campero. Y además, de ahí me quedó un gran amor por las tonadas y cuecas cuyanas que siempre canto”.
Continúa Gaspar: “Pero papá decidió regresar a la provincia de Buenos Aires, de donde había sido toda su familia. Compró un campo en Las Flores y siguió dedicándose a la ganadería, actividad propia de esa zona. Yo era medio vago y no terminé el colegio secundario, entonces mi papá me puso a trabajar en el campo. Hasta que hice la ‘colimba’ en Tandil. Después me fui a trabajar con Mario Bustillo, a una estancia cerca de Pergamino, a ‘hacer’ caballos para polo y algo para salto, los de más alzada. Después me llevó al campo La Primavera, en Cañuelas, donde se había abandonado la caballada. Tuve que reordenar todo y allí hice inseminaciones artificiales. Eso me dio la mano para hacer tactos, que luego hice en gran cantidad. A los dos años, Bustillo me llevó, pero ya como mayordomo, a un campo de 4000 hectáreas, de su tío Ezequiel Bustillo, en Maipú, cerca de Dolores, donde conocí a mi mujer”.
“Luego de trabajar 6 años –prosigue Gaspar-, se desarmó esa administración y nos quedamos en banda. Entonces me fui con mi actual esposa, cuando aún éramos novios, a trabajar a un campo de unos industriales, en la cuña boscosa, en el Chaco santafesino, cerca de la localidad de Golondrina. Allí me quedé 6 años y con mi mujer nos casamos en Reconquista. Nació nuestro primer hijo. Allí tuve que hacer picadas en el monte, poner alambres, hice dos aguadas con represas, fue una gran experiencia”.
“Hasta que los industriales dejaron esas tierras y compraron un pedazo de campo en Las Flores, pegado al de mi familia –sigue Gaspar, con su derrotero-, y allí me llevaron a trabajar, pero como socio, porque compré unos pocos puntos societarios. Recuerdo que eran los años ’80, cuando hubo una gran inundación y tuvimos que sacar a mi señora para que naciera mi hija, la segunda, en la ciudad. Permanecí cinco años hasta que agarré la representación de dos casas de remates de hacienda. Trabajé para los Capdevielle Kay, para Heguy Hermanos y después para Lalor Sociedad Anónima. Finalmente me jubilé, pero aún sigo haciendo algunas cosas para los Heguy”, culmina Campos.
Gaspar hoy vive en una quinta de poco más de 3 hectáreas, a 2 kilómetros de la ciudad de Las Flores, donde tiene unas yeguas. Cuenta con orgullo que con amigos fundó un club de polo. en frente de su quinta, donde sigue enseñando sus sapiencias a los más jóvenes y donde se sigue dando el gusto de montar. Pero hace poco tiempo, por un descuido, cuando estaba atando una yegua mansa, y otra que estaba a su lado, le mordió la oreja a la primera. Ésta se pegó una sentada de golpe, tironeando de las sogas que Gaspar sostenía con su mano izquierda. Explica que ahora esas ‘sogas’ son de un plástico filoso, y por desgracia, le cortaron en diagonal tres dedos de su mano. Fue un drama indescriptible. Gaspar no pudo recuperar las falanges perdidas, de sus dedos, quedó muy triste y lógicamente, cayó en un pozo depresivo”.
“En esos momentos cruciales de la vida –cuenta Gaspar- es cuando aparecen los verdaderos amigos. Yo estaba en mi casa y llegó mi amigo del alma, Esteban Cipponeri, y me dijo: ‘Te traigo este acordeón –que le llaman verdulera-, porque yo no le puedo sacar sonido, a ver si vos podés. Acá te lo dejo’. Poco a poco la fui agarrando, hasta que al cabo de un mes, con mi mano aún dolorida, pude hacer algo de música. Eso me animó más tarde, a intentar retomar mi querida guitarra”.
“Recordé que cuando mi madre me había enseñado a tocarla, de chico, ella tenía un problema en una muñeca y la tocaba acostándola, como el actual artista Nahuel Pennisi. Y se las arreglaba como él, haciendo los acordes de modo diferente a los demás. Entonces, ahora, a mí me faltaban falanges para hacer los acordes comunes y tuve que inventar mis propios acordes, que suenan de modo aproximado a aquellos. La música me empezó a sacar de mi depresión, poco a poco y hoy ya he vuelto a la normalidad. Un amigo me dice que ahora hago una música más interesante, porque suena diferente y con una impronta personal”.
“Mi amigo Esteban tiene una caballeriza y se le ha dado hace poco por armar peñas los fines de semana –finaliza Gaspar-. Tiene un fogón y una matera enorme, horno de barro, y se pone allí muy lindo. Pero para mí, las peñas buenas son entre pocos amigos, entonces me gusta ir los miércoles a despuntar el ‘vicio’ de la guitarra. Siempre defendí el buen folklore, los valses criollos, los estilos, las zambas, me escuchar a Oscar del Cerro y a Horacio Pando. Pero me gusta hasta el rock, y Charly García me parece un genio. Suelo cantar un tanguito que interpretaba Nelly Omar, ‘En un ranchito de Alsina’. Los tangos viejos se dividían en tres partes y tenían una gran relación con la ruralidad. Estoy jubilado hace años, tengo 7 nietos y mis tres hijos tienen buen oído y hacen música. Así es que en mi casa suelo revivir, en familia, las noches folklóricas como hacía mi madre.
Gaspar Campos eligió dedicarnos la “Huella del angelito”, de su autoría e interpretada por él mismo.