El ingeniero agrónomo Javier Martín Cúparo, con sus 69 años a cuestas, ha pasado casi toda su vida vendiendo fertilizantes, haciendo “escuela” de ese oficio, porque ha formado a muchos jóvenes que hoy lo tienen como a un padrino postizo. Pero además, en su tiempo libre, se ha dedicado a imponerse grandes desafíos: ha escrito un libro y, siendo porteño, ha plantado bandera como “su lugar en el mundo”, en Meliquina, un pequeño poblado del sur donde le gusta pasar gran parte de sus días, en busca de paz e identidad.
Le preguntamos a Javier:
-¿Cómo te nació la vocación por la agronomía?
-Supongo que mi vocación por la ruralidad y mi profesión de ingeniero agrónomo se la debo a mi abuelo paterno, que siempre fue encargado de estancias y demás. Y mi abuela, uruguaya, era hija de militares y sobrina nieta del sargento Cabral. Con ellos me crié en mis primeros meses de vida, en la zona de Mercedes, cerca de Luján. Porque mis padres, que vivían en un departamento muy chiquito de la Capital Federal, a los pocos meses que nací tuvieron que dejarme un tiempo en manos de ellos, hasta que se compraron una casa en Castelar, al oeste del conurbano donde definitivamente me crie.
-¿Y el origen de tu faceta de permanentes desafíos de supéración?
-Supongo que habrá marcado mi carácter para siempre, que mis abuelos eran de formación militar y fueron muy exigentes conmigo, en ese breve tiempo que estuve con ellos. A mis tres meses de vida me sacaron los pañales y me sentaban en la “pelela” para que aprendiera. Mi madre me contaba que apenas llegué a la casa de Castelar, con 9 meses, fui gateando hasta la escalera, la subí, y al llegar arriba salí caminando. En vez de chupete, mi abuelo me daba un pedazo de salame quintero, y con eso yo me pasaba todo el día. Será por eso que hasta hoy me encantan los chacinados.
-¿Y tus padres en qué influyeron?
-Mi madre fue profesora de inglés en varios colegios y era la que traía plata con regularidad para la mantención del hogar. En cambio, mi viejo, fue siempre un buscavidas, que trabajó de todo, en forma tenaz, con una voluntad de hierro, pero sus ingresos eran inconstantes. Creo que de mi madre heredé las ganas de estudiar y tener una profesión, de llevar una vida ordenada en las cuentas. Y de mi padre, las ganas de trabajar toda mi vida y de modo independiente. Será por todos, mis padres y abuelos, que para mí la vida es acción constante y vivo de esa manera, que siempre tengo que estar superándome y nunca llego a un estado de reposo.
-¿Cómo siguió tu vida y tu formación?
-En 1976 hice la colimba y recuerdo que en 1977 jugaba vóley profesional, en primera, y tenía 4 prioridades en mi vida cotidiana: primero, estudiar; segundo, trabajar, porque me tenía que pagar mis estudios secundarios; tercero, el vóley; y la cuarta prioridad era tener una novia si me quedaba tiempo para ello. Porque en esos tiempos de inocencia me importaba más el deporte (se ríe). Mi primer trabajo fue en una carpintería, a mis 13 años, después en una inmobiliaria, más tarde en una casa de pesca y finalmente en la administración para matarifes abastecedores. Hasta que en 1982 me recibí de ingeniero agrónomo, en la Universidad de Morón. Luego me casé y me mudé a Ituzaingó, donde vivo hasta hoy.
-¿Cuáles fueron tus primeros trabajos como ingeniero?
-Mi primer trabajo fue de encargado de un campo en Entre Ríos. Después pasé a una empresa de alimentos balanceados e insumos en Coronel Brandsen. Y luego ya en 1985 me dediqué a trabajar en empresas, en la venta de fertilizantes. En 2004 me independicé y fundé una empresita con mi socio y amigo, Pablo Serrano. Le pusimos Taxodium Agronegocios, con oficina en Capital Federal. A partir de ahí empecé a trabajar de modo independiente con agencias de fertilizantes. Hoy tengo en mi haber casi 39 años ligados a la comercialización de los mismos, de la empresa al distribuidor, y asesorando cultivos.
-¿Qué evolución tuvieron los fertilizantes en nuestro país?
-En 1986 el mercado de fertilizantes movía 200 mil toneladas por año. Hoy, a esa cantidad la vende cualquiera, porque se mueven 5 millones de toneladas. Pero ojo que no se están reponiendo los nutrientes que se extraen del suelo. Para esto se necesitaría fertilizar el doble. Es decir, que se fertiliza muy poco, porque para que se restablezca un equilibrio entre extracción de nutrientes y venta de granos, deberían estar comercializándose 8 o 10 millones de toneladas de fertilizantes.
-¿Por qué no se fertiliza más?
-Creo que es por falta de conciencia y además, el costo de inversión de fertilizantes por hectárea es de los más altos. Los que poseen riego, pueden fertilizar, porque minimizan su riesgo ante una sequía. Pero los que no, hoy la tienen más difícil. Hace 35 años fui a vender a Córdoba, cuando tenía 30 a 40 partes por millón de fósforo en el suelo, y además no necesitaban nitrógeno. Recuerdo que al ofrecerles fertilizantes me preguntaron “¿Para qué?”. Entonces les consulté si usaban urea, y me preguntaron si la misma venía en bidones, si era líquida, porque no tenían ni idea. Y eso, porque no tenían la necesidad. Hoy, Córdoba tiene de 8 a 10 partes por millón, como en la pampa húmeda, y es consumidora de fósforo, también de nitrógeno, azufre, zinc, casi de todo. Siempre digo que los campos se van a valorar por la cantidad de fósforo que posean.
-¿Vos y tu socio se han podido adaptar a los nuevos tiempos?
-Hoy tuvimos que reconvertirnos un poco, darle un pequeño giro comercial a la empresita que llevo adelante con mi socio. Es que la cadena comercial de los fertilizantes se ha achicado mucho y el importador va casi directamente al productor, cuando antes mediaba el distribuidor. Al no tener volumen nos tuvimos que actualizar para recuperar el nivel de ingresos. Llevamos dos años poniendo fichas en las semillas híbridas forrajeras como maíz, sorgo, girasol. A pesar de todo esto, sigo en el rubro porque es mi pasión. Y tengo el orgullo de haber formado y lanzado a la calle a vender a muchos novatos que hasta hoy considero como a mis hijos. Diría que son unos 70 y hasta el día de hoy se sienten agradecidos conmigo.
-¿Por qué rumbeás para el sur a la hora de dedicar algo de tu tiempo al ocio creativo?
-Porque me atrae con sus lagos, ríos, bosques y montañas. Allí me enamoré de la pesca con mosca y mis comienzos fueron en el lago Filo Hua Hum, adonde me gusta volver. Pero el único lote que conseguí fue en Villa Lago Meliquina, muy cerca de allí. Meliquina significa “Cuatro Puntas”, en mapuche. Es una pequeña comunidad de la provincia de Neuquén, a 40 kilómetros al sur de San Martín de los Andes. Se “baja” por la Ruta 40, haciendo el camino de “Los Siete Lagos”, y a los 25 kilómetros, al pasar el Río Hermoso, se halla un puesto de Gendarmería. De ahí hay que dirigirse hacia el Este por la Ruta 63 y hacer 15 kilómetros hasta el pequeño lago.
-Contanos cómo es “Meliquina”.
-En 2008, cuando compramos con mi señora, un lote con un rancho, al que luego tornamos habitable, sólo había 60 habitantes. Se fue armando una comunidad y ahora son unos 400, estables. No tiene energía eléctrica, ni agua corriente, ni recolección de residuos, ni señal de telefonía móvil. Una empresa provee de wifi. Nosotros vamos dos o tres veces al año y nos solemos quedar un mes. Tenemos la heladera, la cocina y el termotanque, todo a gas. Allá me hice amigo de gente criolla, algunos artesanos, porque la mayoría vive del turismo, con los que ya comparto algo de mi vida, nos ayudamos entre todos, celebramos la vida y la amistad.
-¿Qué te apasiona hacer en el sur?
-Me encantan los asados con amigos y hacer fuego, pero empezándolo con dos palitos, porque me gusta hacerlo del modo más salvaje y rústico posible. Me apasionan los desafíos extremos. Si me decís “vamos a correr”, pues vamos a correr, o a escalar, o a lanzarnos con paracaídas, o a navegar, o a bucear. Y los concreto a todos, gracias a mi formación deportiva con el vóley en mi juventud. En 2009, a mis 53 años corrí una maratón de 42,6 kilómetros, en Buenos Aires, que se llamó ‘La maratón de las 4 estaciones’, porque llovió, salió el sol, hizo frío y luego un calor mortal.
-¿Cuál es tu mayor hobby o pasatiempo?
-La pesca con mosca. Escribí lo que me gusta llamar ‘una aventura literaria’, porque no me atrevo a decir que es un libro. A partir de mis experiencias de pesca aproveché para contar mis aventuras, en las que vivo desafiándome a mí mismo. Allí cuento cuando escalé el Volcán Lanín, mis cabalgatas y flotadas en balsa por ríos y lagos, mis encuentros con animales salvajes en los bosques del sur, y hasta cuando me lancé en paracaídas.
-¿Podés hacer un balance de tu vida?
-Cuando yo era más joven me aguantaba una mala relación con un cliente, porque sólo me importaba vender. Pero hoy prefiero salvar una relación personal, aunque pierda la relación comercial. En la jerga de los ingenieros agrónomos siempre se hizo la ironía de que con la profesión “o nos moríamos de hambre, o por un accidente en una ruta” (sonríe). Un día me puse a contar los autos que usé y los kilómetros que le hice a cada uno, y descubrí que tengo más de 2 millones de kilómetros recorridos. Siempre cuidé los vehículos, que algunos fueron míos y otros de las empresas para las que trabajé. He visto miles de amaneceres y atardeceres y no me canso de contemplar su belleza.
-¿Cómo imaginás tu vejez?
-Me hice dos departamentos en San Martín de los Andes, uno para mí y para que vengan mis hijos, y al otro lo alquilo a turistas. Sigo trabajando, porque con la jubilación de agrónomo, hoy no se vive. Me imagino mi futuro como un viejo pescador, pasando más tiempo acá en el sur, alternando entre Meliquina, San Martín de los Andes y mi casa de Buenos Aires, contemplando maravillas y con más tiempo para disfrutar de mis seres queridos, junto a Viki y Fran, mis hijos, a mi pareja, Liliana, y a mis amigos. Espero que Dios me lo permita.
Javier Cúparo eligió dedicarnos la canción “Aprendizaje”, de Charly García, por Sui Generis.
Soy uno de los ahijados del “Flaco” Cúparo,, quien me enseño muchas cosas de la profesión y de la vida! En lo comercial, lo que más me quedó fue su consejo sobre las relaciones con los clientes, las cuales van más allá de ganar o no un negocio puntual: “ayudalo a hacer un buen negocio, ya que si a él le va bien, a vos te va a ir bien con él”, me dijo.
Chapeau, Flaco!