En Victoria, Entre Ríos, el río es un todo: camino, frontera, supermercado, termómetro. Cuando el Paraná crece, los pescadores sonríen y los frigoríficos respiran. Cuando no, como hace ya cuatro años, todo es remar cuesta arriba. En ese escenario de altibajos fluviales, Juan Manuel Pereyra montó un frigorífico exportador de pescado. Lo bautizó Litoral Fish y lo erigió a escasos metros del puerto, como si buscara no perder de vista nunca la materia prima ni a los que la sacan con las manos: los pescadores artesanales.
“Soy de Mar del Plata, pero hace 25 años que vivo acá. Soy más entrerriano que marplatense”, se define. Es que antes de este emprendimiento, Juan Manuel trabajó para otros. Repartía pescado de mar con su papá, tuvo pescadería, acopió en la costa y cargó camiones a destajo. “Arranqué teniendo unos barquitos, comprando en la costa y llevando a los frigoríficos. Así conocí el mundo del pescado de río”, relata.
Hoy su frigorífico es pequeño, pero habilitado para exportar. Su primer envío al exterior fue el año pasado: sábalo entero para Colombia. Un mercado que, junto con Bolivia, conserva un amor cultural por este pescado que en Argentina es casi despreciado. “Ellos comen pescado como nosotros carne. El sábalo allá es como el asado para nosotros”, explica Pereyra. Esa diferencia cultural, lejos de frustrarlo, le abrió una puerta que quiere seguir empujando: “La exportación te da estabilidad. Si logro abrir Estados Unidos sería un golazo”.
Lo de Juan Manuel no es casual. Él conoce el pescado de mar y el de río, lo que le permite moverse entre dos mundos y sostener dos líneas de negocio: mercado interno y exportación. En casa vende a cadenas de congelados, gastronomía y supermercados. Lo que sale a la calle desde Litoral Fish es una mezcla de boga despinada, rodajas de surubí, filet de sábalo, tararira y también merluza, langostino y calamar.
Pero no todo brilla en la cadena. De hecho, brilla poco. “Con estas bajantes de hace años, el recurso está pobre. Cuesta mucho conseguir pescado”, admite. Lo dicen también los pescadores, que deben navegar durante horas y vivir en carpas improvisadas, bancándose mosquitos, calor y cada vez más riesgo de volver con las manos vacías. “A veces salen tres días y no sacan ni para los costos”, cuenta Juan Manuel.
Desde hace al menos cuatro años, el Paraná arrastra una bajante histórica que afecta directamente la pesca. Pereyra lo vive en carne propia: “Lo mejor que nos puede pasar es que entre agua. Cuando hay creciente el pescado entra a los bañados, se reproduce, se mueve. Si no hay agua, no hay pescado. Así de simple”, nos cuenta.
“A veces hay picos de creciente, pero duran muy poco. El pescado se va. Y nos quedamos sin materia prima. Eso complica todo: a los pescadores, a nosotros, a todos”.
Además del factor ambiental, hay una preocupación que se repite en las islas y entre los pescadores: la sobrepesca y el saqueo del recurso. Algunos apuntan a redes más chicas. Pereira no niega esa realidad, pero apunta a lo estructural: “Si no hay agua, el pescado no se reproduce. Y si lo poco que hay se saca sin control, peor. Es una cadena que se rompe por todos lados”, explica.
Es ahí donde la tensión aparece. Muchos pescadores sienten que los frigoríficos les pagan poco, que se aprovechan de su situación. Juan Manuel escucha esas críticas y no se esconde: “Un poco de razón tienen. Los que compran más manejan el precio. Nosotros, al ser más chicos, podemos pagar un poco mejor y darles otro trato. Acá el trato es de igual a igual con el dueño”.
Mirá la entrevista completa con Juan Manuel Pereyra:
Ese vínculo humano es clave. Porque en este oficio nadie sobra. Ni los que reman en el río ni los que filetean con guantes en las cámaras frías. “Necesitamos del pescador y del recurso para que esto siga caminando”, resume.
El proceso es completo y va de la isla al freezer: “El pescado lo compro a pescadores o a acopiadores. Se va al puerto con el camión, hielo, cajones, balanza… se compra ahí mismo. Se pesa, se carga, se deja todo en regla con la guía de tránsito, y se viene para el frigorífico”.
“Primero se lava, se pone en cunitas, y va al túnel de congelado. 18 o 20 grados bajo cero. En 15 o 18 horas ya está congelado. Después se empaca, según si va para mercado interno o exportación”.