Los argentinos no tenemos moneda propia. Pero la Argentina sí la tiene.
Tomamos conciencia de que los pesos argentinos –el fruto de nuestro trabajo– son papel higiénico cuando tenemos que comprar un bien durable, como puede ser el caso de un automóvil. Y eso sucede porque la corporación política así lo decidió.
Podrían decirnos que han decidido pauperizarnos para incentivar la creación de empresas que contribuyan a generar empleos. Pero no es el caso. Nuestro sacrificio es completamente inútil porque, lejos de atraer inversiones, son muchos los que están analizando la mejor manera de irse.
Argentina, afortunadamente, tiene aún una “moneda” propia, es decir, un bien que es aceptado en todos los rincones del orbe y gracias al cual el país puede acceder a las divisas necesarias para adquirir autopartes, microprocesadores, tomógrafos, café y vacunas, entre muchos otros bienes que no producimos porque, recordemos, somos un territorio con unos 45 millones de habitantes en un mundo gigantesco de 7870 millones de personas.
Esa “moneda” es la soja, insumo clave para obtener productos alimenticios, energéticos, farmacológicos y oleoquímicos. La alquimia misma en formato de poroto. Por supuesto, también está el maíz, trigo y demás granos, pero el grueso del ingreso se explica por la oleaginosa.
Si tenemos una “moneda” que no sólo es aceptada en el mundo, sino también altamente demandada, la lógica implicaría que, para aumentarnos el “sueldo” como país, deberíamos promover la producción de más y más soja.
Pero en los últimos quince años, junto con la destrucción del peso argentino, se implementaron diferentes políticas orientadas a limitar la generación de agrodivisas porque la angurrienta corporación política prefiere hasta cobrar derechos de exportación por anticipado que liberar el terreno para promover la consolidación de un proceso federal de generación de riqueza.
No es casual observar que el mayor PBI per cápita en Brasil se observa en aquellos municipios en los cuales predomina la actividad agrícola en general y la producción de soja en particular, muchos de los cuales inclusive se encuentran a más de 1500 kilómetros de distancia de los puertos, que son la vía de acceso para cambiar agrodivisas por bienes indispensables con el resto del mundo.
Blairo Maggi, el empresario agropecuario más importante de Brasil, proviene de Mato Grosso, un estado del interior profundo que se caracteriza por ser el principal productor de soja del país.
En la Argentina, en cambio, el hecho de aplicar derechos de exportación, junto con “retenciones cambiarias”, no permite que las provincias extrapampeanas puedan generar grandes cantidades de sus propias agrodivisas y, cuando se quedan sin recursos, deben mendigar para que el poder central les entregue pesos argentinos, es decir, papel higiénico, cuando podrían tener “dinero” de verdad por sus propios medios.
Si observamos entonces lo que sucede en la Argentina en términos monetarios, puede afirmarse que la corporación política actúa en los hechos como un ejército de ocupación que extrae recursos del territorio sin permitir que los habitantes locales se desarrollen para tenerlos siempre con el “agua al cuello”, de manera tal que no puedan contar con los medios propios para soñar con independizarse.
Argentina es, por lo tanto, un país pobre, pero no por naturaleza, sino por elección. Un territorio –sería más correcto decir– empobrecido que cada tanto recibe a un regente encargado de subyugar a sus súbditos con decisiones irracionales instrumentadas solamente para demostrar quién manda.