Mi editor (Matías Longoni) me ha pedido que mire la película “El Campo”, protagonizada por Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi, dos de los actores que por estos días también estuvieron a la cabeza de una campaña llamada #BastadeVenenos, para que luego escriba una nota reflexiva.
Evidentemente (bah, supongo) me lo pide porque siempre ando haciendo notas sobre productos orgánicos, agroecológicos y a personas que producen de otra manera, diferente a la llamada “convencional” (con agroquímicos), y me parece que su idea es que a través de esta película yo pueda ver lo “sesgado, absurdo y estereotipado” del planteo de la campaña antes mencionada.
En principio no le respondo: es viernes a la noche y nos hemos juntado a celebrar el fin de año y no era mi idea comprometerme a notas y menos con este tema de agroquímicos/agroecología que parece eterno e irreconciliable, entonces me dedico con más ahínco a las papas fritas que hemos pedido e intento pasar a otro tema, qué calor que hace, qué linda esta noche de diciembre con aroma a tilos.
Además, quiero evitar el compromiso de pensar-escribir porque mañana es sábado y si acepto sé que el tema me rondará como una nube todo el fin de semana, mientras hago un pan o me tiro en la hamaca paraguaya, así que mejor dejarlo pasar. Lo intento apelando a algún recuerdo de cuando viajamos juntos y a algún comentario irónico-gracioso pero los periodistas y editores somos gente insistente (es parte del oficio) así que Matías retoma lo de “El Campo” y finalmente decido enfrentar la cosa porque mejor definir de una vez:
-De acuerdo, digo, pero no sé si la nota se va a disparar para el lado que vos querés.
-No importa. Para el lado que sea, se publica.
Sonrío porque le creo: Matías me ha publicado cosas que ningún otro hubiera publicado (hubiera escrito “otre” porque también tengo editoras pero es tirar demasiado de la soga y debo guardar energías para la nota). En fin, mi suerte está echada.
El sábado me despierto normal pero ya mientras hago el mate recuerdo mi compromiso de anoche. Cierro los ojos, suspiro y me arrepiento, pero he dicho que sí y sé que voy a cumplir. “Mejor mañana”, me digo y salgo a andar un rato en bici. A la tarde encuentro a hijo y marido haciéndose pochoclos y mirando una serie en Netflix llamada “Elfos”.
-Vení que está buena-, me dice Fran.
Me sobrevuela la nube pero la esquivo y me acomodo en el sillón a deleitarme con el lejano paisaje de bosque dinamarqués, frío, mar, misterio. La historia es la siguiente: una familia urbana llega ¡al campo! para desconectarse del mundanal ruido y pasar una navidad en familia y en contacto con la naturaleza. Pero las cosas se complican porque hay unos elfos carnívoros que atacan a los humanos. ¿Por qué lo hacen? “Hace unos años llegó una empresa que instaló un aserradero, diezmó la población de árboles y desde ese entonces los seres del bosque se vengan de los humanos”, cuenta una de las protagonistas.
Ya está todo dicho en la serie y me levanto del sillón porque sé que tengo que escribir y mejor hacerlo cuanto antes. Me voy a mi cuarto con la notebook, a ver “El Campo”; desde el living me llegan gritos de terror y los gruñidos de los elfos.
Lo primero que veo de la película me hace pensar cómo cambian las cosas: una pareja viaja en auto y de pronto la hija se pone a llorar fuerte y para calmarla le dan un chupetín bolita. Hoy, esa escena no digo que sería imposible, pero sí al menos cuestionable en el sentido de que quizás el director/a la omitiría porque no encaja con lo que se considera correcto. La peli fue estrenada en 2011, cuando todavía no sólo no había Ley de Etiquetado sino que tampoco se hablaba tanto de lo malo de los ultraprocesados y del azúcar. Pero hoy 2021, la cosa es bien distinta.
Me surge esta reflexión: en 10 años cambió mucho lo que se considera inocuo, bueno o malo para la salud en cuanto a alimentación, lo cual significa que no existen las verdades absolutas sino que van cambiando con… ¿con qué? ¿Con una toma de conciencia? ¿Con los cambios de la propia ciencia? ¿Con la observación empírica del territorio? No sé, quizás todo junto. Pero el hecho, lo fáctico, es que las verdades cambian y que por lo tanto las certezas son discutibles.
Me vienen a la mente los grandes argumentos que escucho cuando escribo notas sobre agroecología vs convencional: “Hay evidencia científica”/ “La ciencia avanza y cambia”/”En ese cambio lo que antes era bueno ahora no”. Estos argumentos llegan de forma idéntica de desde ambos sectores y con igual énfasis.
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Ejemplos de cosas que fueron cambiando hay miles: la pipeta para perros que antes era buena hoy no se usa más; tal químico ahora está prohibido porque se comprobó que mata a las abejas; lo que hasta hace dos meses era bueno para la pediculosis hoy se sabe que es peligrosísimo; el huevo era tremendo para el colesterol y ahora no.
Entonces, ¿qué veo? En “El Campo” solo una película que habla de una pareja cuyos problemas salen a la luz en un entorno rural porque la vida es un poco más difícil y no hay tanto donde entretenerse y tapar esos problemas. A algunos podrá gustarles y a otros no y los críticos de cine evaluarán su calidad artística.
Pero en el tema que nos compete, producción convencional y agroecología, lo que “veo” es que ambos lados tienen la total convicción de que lo que hacen es lo correcto y lo mejor para todos. Esto genera que las posibilidades de diálogo sean muy difíciles.
Sin embargo, más allá de este no-diálogo, lo que no puede negarse es que hay un interés de la sociedad por este tema: cada vez más son las personas que quieren saber quién produce lo que come y de qué forma lo produce o que al menos se están preguntando de dónde vienen los alimentos. También observo que la agroecología suele convocar más simpatías y adeptos.
Sé que desde el lado de la producción convencional se me dirá que la simpatía proviene de la ignorancia acerca de “cómo son las cosas en realidad” y de “intereses económicos”. Y lo más curioso es que desde la agroecología me dicen lo mismo: que las cosas en realidad son de otra manera y que hay intereses creados con los agroquímicos.
Muchas veces he entrevistado a personas que producen de forma agroecológica y a las que producen convencional y he salido de esas entrevistas pensando que ambas tenían razón, con argumentos sólidos y evidencias tanto científicas como emocionales: “Nunca le haría daño a la tierra”, me han dicho de los dos lados.
Por eso, a esta altura de las cosas me parece que es necesario poner opinión, evidencia científica y empírica sobre la mesa y en tela de juicio. Imagino un debate abierto y público donde referentes de cada sector se puedan interpelar mutuamente y respondan, los dos, a las mismas preguntas y den sus justificativos. Paso a paso y de forma clara. Por ejemplo:
¿Es posible producir de forma agroecológica? Justifique.
¿Los agroquímicos pasan al cereal, verdura o fruta que comemos? Justifique.
¿La agroecología en verdad es sólo una jugada política disfrazada de forma de producir? Justifique.
¿Es cierto que hay aguas y suelos contaminados? Justifique.
Y así hasta que todas las preguntas estén respondidas, dure lo que dure el debate; no importa. Incluso podría ser una saga o serie, el asunto es terminar con este claroscuro de que uno dice una cosa y el otro, otra. A mí me aliviaría un montón y me parece que a mucha gente también.
Estoy escribiendo esta nota y pienso que a lo mejor mi editor se siente defraudado porque no tengo ninguna conclusión. Es que no puedo tenerla porque una conclusión implicaría una certeza que es algo peligroso de lanzar porque suele estar sujeta más a gustos personales (aunque no lo sepamos) que a la realidad. En este contexto solo puedo resaltar lo que observo: que la demanda de saber existe, que cuestionar un paradigma genera reacciones y que cuando la interpelación molesta hay que seguir interpelando.
Son las 22.38 del sábado y hace rato que no se escuchan los gruñidos de los elfos y la casa está en silencio. Comprendo que ha pasado un rato largo desde que me senté frente a la compu; estiro la espalda. Mi marido se asoma y me pregunta:
-¿Cómo va eso? La comida está lista.
-Ya casi estoy- respondo mezclando suspiro y sonrisa.
Releo la nota, cierro el documento. Me espera una comida cuyos alimentos no sé quién produjo ni cómo, pero sí sé que unos años atrás no se me pasaba por la cabeza (ni a mí ni a muchos) hacerme esta pregunta. Y solamente eso, el hecho de preguntarse, es un cambio al que todo el sector agroalimentario debe (creo) prestar atención para dar respuestas.
agroquímicos,