Millones de argentinos están indignados al descubrir que la pareja presidencial argentina no respetó el estricto aislamiento obligatorio implementado en 2020 con el supuesto propósito de intentar contener la difusión del Covid-19.
Si bien la naturaleza del hecho descubierto es evidente en términos éticos, el suceso –un simple festejo de cumpleaños– deja en evidencia algo que nunca debió haber sucedido.
La supresión de los derechos individuales en nombre del bien común es una receta que jamás puede terminar bien y lo que ocurrió en la Argentina en 2020 no fue la excepción.
Durante el aislamiento obligatorio se registraron 92 muertes a manos de integrantes de las fuerzas de seguridad, quienes en muchas regiones del país hicieron una libre interpretación de las restricciones para implementar abusos de autoridad de todo tipo y color.
El encerramiento potenció los problemas de salud mental en el marco de una auténtica campaña orientada a promover el terror entre la población, además de atentar contra el derecho a recibir una adecuada educación y atención sanitaria.
Se declararon actividades “no esenciales”, lo que equivale a declarar como “no esencial” a un sector de población, como si de repente hubiésemos regresado a la Alemania de la década del ’30 del siglo pasado.
La supresión de los derechos naturales de las personas, en lugar del establecimiento de protocolos de seguridad, no podía terminar de otra manera. En aquellas urbanizaciones precarias, donde el Estado no tiene presencia, los habitantes siguieron haciendo uso de sus derechos, aunque en algunos casos –como lo sucedido en la Villa Azul de Quilmes– se estableció un cerco para encerrarlos como hámsters.
La supresión de derechos nunca es unilateral, pues suele ramificarse para perjudicar a múltiples actores. La restricción para exportar carne vacuna, por ejemplo, impide que muchos trabajadores de frigoríficos, que experimentaron un recorte salarial en un contexto inflacionario, puedan gozar del derecho de alimentar y educar a sus hijos con el producto de su esfuerzo.
La intervención salvaje del dólar Contado con Liquidación, en el marco del “cepo cambiario”, imposibilita que un importador pueda concretar el ingreso de un insumo clave que una industria o profesional necesita de manera urgente para poder desarrollar su actividad.
El enojo, entonces, no debería estar focalizado en el hecho de que la pareja presidencial hizo algo que no debía hacer, sino en la cuestión de que los ciudadanos nunca deberíamos haber permitido que los administradores circunstanciales del Estado, en nombre de algo más importante que nosotros mismos, hayan decidido suprimir las libertades básicas que nos definen como seres humanos.
El enojo, en todo caso, debería residir en el hecho de que naturalizamos una aberración, la cual, si se mantiene durante una cantidad suficiente de tiempo, puede llegar a instaurarse como un régimen definitivo en el cual, por ejemplo, artículos como éste que estás leyendo jamás podrían volver a publicarse.
En ese marco, ninguna excusa es válida para seguir suprimiendo derechos fundamentales, tales como poder comerciar el fruto del propio trabajo con el propósito de procurarse el sustento o bien disponer del mismo de la manera que se considere más conveniente.
Más que indignarnos, la pregunta que deberíamos hacernos es cuántos “cepos” más a la libertad vamos a soportar hasta que, cuando llegue el momento, se aplique el cepo total y absoluto que nos reduzca a la esclavitud.