Mónica Arrejoria lo dice sin vueltas: “Desde que estoy con las piedras tengo la cabeza mirando el piso y no el paisaje”. Lo cuenta entre risas, pero es literal. Desde hace veinte años camina con la mirada baja, entrenada para detectar lo que otros no ven. “La gente sale al campo y encuentra puntas de flecha; yo nunca encontré una porque mi ojo busca otras cosas”.
Estamos en Rulican, taller municipal de lapidado de Gobernador Gregores, Santa Cruz. Aquí, todas las tardes se escucha el zumbido de una sierra cortando piedra y el golpeteo rítmico del cincel y del martillo manejados por mujeres que encontraron en esto una vocación que también muestra que las piedras no son solo minerales sino pequeñas cápsulas de historia y de historias.

Mónica es docente, entrerriana de nacimiento y lapidadora en Gregores por elección. Su historia con las piedras arrancó en 2001, cuando participó en una capacitación laboral para jóvenes y adultos. En aquel entonces, el municipio recibió las primeras máquinas en comodato y de esa semilla nació Rulican, que en lengua originaria significa pulir.
Hoy son quince las integrantes de la asociación civil que sostiene el taller. Mujeres, en su mayoría mayores de sesenta, que llegan cada tarde con sus termos, sus cajas de herramientas y muchas ganas de crear. “Algunas viven en chacras y pueden ir solo un par de veces por semana, otras vienen todos los días y cada una tiene su estilo, su impronta”, describe Mónica y eso se nota en las joyas: no hay dos iguales.

Rulican es un espacio de trabajo y de encuentro. Se cobra una cuota simbólica y cada integrante vende lo que produce, dejando un porcentaje para la asociación. En el camino fueron sumando saberes: cursos de joyería, trabajo en plata, engarce, cabujones, trenzado en cuero, bombillas de alpaca, cuchillos. Incluso aprendieron a cincelar hebillas con un orfebre de Mar del Plata. Ahora proyectan aprender la técnica de la cera perdida, “para hacer piezas más finas”.
“Tenemos sopletes, sierras, pinzas, bruñidores, el tema es que todo viene de Buenos Aires o del exterior, por eso todo es difícil o caro”, resume mientras acomoda unas ágatas recién pulidas. “El carburo de silicio es nuestro insumo principal, se usa como lija molida en diferentes granulados… pero está valuado en dólares, se importa y encima el flete hasta Gregores lo encarece muchísimo más. Sale 30 mil pesos el kilo y otros 30 mil traerlo”.

El trabajo de joyería empieza con una decisión: qué se va a hacer. En el taller distinguen tres tipos de producción: cabujones, piedras ornamentales y piezas de joyería. El cabujón es la base de todo, una piedra cortada y moldeada hasta tener la forma perfecta para un colgante o un anillo; después se pule con carburo de silicio y se termina con óxido de aluminio, que le da el brillo final.
Las piedras ornamentales, en cambio, se trabajan en un tambor que gira durante cuarenta días. “Metemos diez kilos de piedras con un kilo de abrasivo”, explica. “Después se limpian, se cambian los abrasivos y se vuelven a poner diez días más, y así varias veces”.
El disco diamantado, importado de Estados Unidos, es otro insumo clave. “El año pasado se lo retuvo la Aduana, así que hubo que esperar meses”, dice Mónica. Y sí, nada es fácil cuando se está a más de dos mil kilómetros de los centros de provisión.

Cada tanto las chicas organizan salidas para recolectar piedras. Se van al amanecer, rumbo a las mesetas “cercanas”, que están a más de cien kilómetros de Gregores pero en la Patagonia cien kilómetros no son nada. “Llevamos algo punzante para sacar las piedras y un rociador con agua para ver mejor los colores, lavamos una por una, varias veces, hasta que aparece el alma de la piedra”, describe. “También el paisaje es una sucesión de tonos: marrones en la primera meseta, rojas más arriba, negras y blancas al fondo. Jaspes, ágatas, obsidianas y cuarzos de mil colores. Se genera una energía enorme que queda en el cuerpo durante días”.
Eso sí, aunque les agarra una especie de “gula” de piedras, no todas se pueden traer al taller porque las más grandes superan la capacidad del disco de diamante, por eso a veces alguna termina en un jardín. Otras se quedan unos días afuera de la casa hasta que las posibles arañas se vayan: “Es por las viudas negras”, resume Mónica. Las jornadas son largas y demandan esfuerzo. “Tenemos nuestros años, así que nos cuidamos, pero igual trepamos y pasamos todo el día cosechando piedras”.

Cada integrante tiene su piedra preferida y Mónica se inclina por el jaspe, “porque no dice nada hasta que la abrís y ahí te deslumbra”. También trabajan con ágatas de colores diversos y con obsidianas, que son vidrios volcánicos: blandas, fáciles de trabajar, pero frágiles. En la zona se encuentran tres tipos: negra, nevada (con manchitas blancas) y tigrillo (marrón con manchas negras). Y también están los cuarzos, infinitos en sus tonalidades.
“Me gusta mucho hacer colgantes porque ahí podés jugar con la imaginación”, explica. Las joyas y piezas de Rulican se venden en ferias locales, aunque competir “con las papas fritas” no es tarea fácil, explica en alusión a que en las ferias son las comidas las que se llevan la mayor parte de la atención (y del dinero) de los visitantes. También mandan productos a El Calafate y, en 2024, representaron a Santa Cruz en una exposición nacional de piedras en Buenos Aires.

Los anillos, los mates personalizados y los cabujones son los más pedidos. Hay encargos especiales para aniversarios o regalos. “Cuando Bergoglio era Papa, la provincia nos encargó unas cruces para enviarle “, recuerda. “Tenían que ser de plata, con la Cruz del Sur y piedras celestes; como acá no hay usamos ónix cielo de San Luis y la cruz elegida fue la realizada por nuestra compañera Celia Sandoval”.
Hoy, Rulican sigue en pie y convoca a que también los más jóvenes se acerquen a aprender y continuar con el oficio de lapidado de piedras semipreciosas, que además de una actividad artística implica una posibilidad de generar ingresos y de poner en valor la cultura patagónica. “Un poco en serio y en broma nosotras decimos que las piedras nos eligen a nosotras”, reflexiona Mónica. “Cada piedra tiene su historia y sus posibilidades de convertirse en una joya o en una pieza ornamental, se trata de saber mirarla, tener paciencia en el trabajo y animarse a crear”.





