El ministro Luis “Toto” Caputo publicó en redes sociales un gráfico con la evolución de las exportaciones argentinas medidas en cantidades, en el cual es factible observar una fase de crecimiento exponencial durante los ’90 que se interrumpe a mediados de la primera década del presente siglo.
Caputo publicó el gráfico sin hacer mención alguna al mismo, lo que indica probablemente que no tiene tiempo ni ganas de polemizar en redes sociales, aunque sí manifestar, de manera indirecta, que es posible crecer con un tipo de cambio apreciado, que fue la característica de la década del ’90 y es la insignia de la política económica de su gestión.
Semejante aproximación puede resultar muy conveniente y lúdica para descamisados intelectuales, pero el salto de la oferta exportable registrado entre fines del siglo pasado y comienzos del presente obedece a una revolución tecnológica que se presentó en el lugar y momento adecuado de la historia argentina.
La explosión de productividad promovida por la soja tolerante a glifosato y el maíz Bt resistente a plagas, junto con avances genéticos –que dieron origen a una compañía transnacional como GDM–, la siembra directa, diseños agronómicos y empresariales innovadores y la optimización de la fertilización fue lo que permitió incrementar la oferta exportable del país de manera dramática.
La producción argentina de soja, que fue de 6,5 millones de toneladas en 1988/89, superó los 10 millones a comienzos de los ’90 para luego registrar 18,7 millones en 1997/98 y 27,2 millones en 2000/21. En los años sucesivos siguió sumando récord tras récord hasta llegar a un máximo de 61,3 millones en 2014/15, cifra que desde entonces la Argentina no pudo volver a superar.
Con el maíz sucedió un proceso similar: las 4,8 millones de toneladas de producción del ciclo 1988/89 se duplicaron en 1991/92 para luego superar las 15 millones de toneladas en 1996/97 y alcanzar las 20 millones en 2004/05. En la actualidad nos parece números “flojitos”, pero en su momento fueron una auténtica proeza.
En la segunda década de este siglo, de la mano de la masificación de las siembras tardías en vastas regiones productivas, el cereal experimentó un salto de producción sin precedentes que se consolidó durante la gestión de Mauricio Macri, quien eliminó en 2016 los derechos de exportación a los cereales.
Con la llegada de la soja, apareció el doble cultivo trigo/soja de segunda, que provocó un aumento considerable del área y la producción del cereal, aunque durante la gestión kirchnerista fue bastardeado con derechos y cupos de exportación, lo que promovió un retroceso gigantesco del cultivo.
Cuando la soja transgénica y el maíz Bt aterrizaron en la Argentina, los empresarios agrícolas se encontraban inmersos en un profundo proceso de cambio tecnológico que permitió aprovechar al máximo ese insumo estratégico y lograr una mejora extraordinaria de la competitividad.
En 1994/95, por ejemplo, el costo de producción del cultivo de soja no transgénica en un planteo de labranza convencional de la región norte de Buenos Aires era de 182 dólares por hectárea. En 1999/2000 ese costo se había reducido a 117 dólares por hectárea con el uso de soja transgénica. Al analizar la estructura de costos de esos planteos, podría observarse que en 1994/95 los empresarios debían gastar 78 dólares por hectárea en herbicidas, mientras que en 1999/2000 esa erogación había descendido a sólo 34 dólares por hectárea si se empleaban la soja transgénica.
La impresionante reducción del valor de los herbicidas producida en tan pocos años se debió a un factor tan simple como contundente: el libre juego de la oferta y la demanda. La aparición de la soja transgénica generó una creciente demanda de glifosato y este producto de amplio espectro prácticamente barrió del mercado a los herbicidas selectivos (usualmente utilizados en planteos de soja convencional que, además, eran más tóxicos). Cuando la soja modificada genéticamente ingresó en 1996 al mercado argentino, la patente del glifosato –registrada en los ‘70 por Monsanto– ya había expirado en ese país. Se trataba por lo tanto de un producto genérico que podía ser producido o importado por diversas empresas. Y fue precisamente eso lo que ocurrió: Monsanto se encontró con más de una veintena de competidores y tuvo que librar una guerra de precios que benefició de manera significativa a los empresarios agrícolas argentinos y al país en su conjunto.
Los “farmers” estadounidenses, lamentablemente, no corrieron la misma suerte que sus pares sudamericanos. La patente del glifosato en EE.UU. había sido registrada por Monsanto en 1974 y la misma no tendría que haber estado vigente cuando la soja transgénica apareció en escena. Sin embargo, en EE.UU. Monsanto consiguió extender la patente hasta el año 2000. De esa manera, mientras los productores argentinos pagaban alrededor de 3,70 dólares por litro de glifosato en 1999, en ese mismo año los “farmers” debían desembolsar casi 9 dólares para comprar un litro del herbicida de Monsanto.
Es cierto es que en los ’90, cuando se gestó la revolución agrícola que Argentina sigue usufructuando hasta la actualidad, el tipo de cambio estaba intervenido por el Estado y se encontraba muy apreciado (como ocurre actualmente). Sin embargo, más allá de esa distorsión, los precios relativos en el ámbito de la cadena de valor agropecuaria estaban ordenados al no aplicarse derechos de exportación (como no ocurre actualmente).
En lugar de seguir buscando justificativos flojos de papeles –como suelen hacer los adolescentes– para intentar probar que se tiene razón al aplicar una receta cambiaria, los argentinos deberíamos estar trabajando para gestar la próxima revolución productiva, que no vendrá de afuera, como pretende el gobierno, sino que, para ser sostenible, tendrá que forjarse con ADN argentino.
Murió el Diego: Fue tan grande que hasta hubo un momento en que le prestó su nombre a la soja