Afortunadamente hablar del estado de los suelos y de las formas para cuidarlo se ha vuelto un tema más que recurrente entre los productores. La cantidad de materia orgánica, los nutrientes, el perfil de agua e incluso el secuestro de carbono ya dejaron de ser cuestiones desconocidas y con mayor frecuencia aparecen en las conversaciones cotidianas. Pero hay algo todavía más primitivo de lo que no se habla: el tipo de suelo.
El suelo no es homogéneo y de acuerdo a su composición y origen se inscribe en distintos órdenes o categorías. Los más productivos a nivel mundial son aquellos calificados como molisoles, formados en la mayoría de los casos por deposiciones eólicas hace miles de años. Un ejemplo de ellos son los de la región pampeana.
Otras categorías son los suelos alfisoles (mas lavados y con menos materia orgánica, formados en condiciones de mucha humedad), los entisoles (suelos principalmente arenosos), los inceptisoles (aquellos más “jóvenes” y poco desarollados).
En Argentina, al igual que en otras partes del mundo, se encuentran también los suelos denominados vertisoles o invertidos, caracterizados por ser arcillosos y tener sus capas en otro orden.
“El suelo normalmente tiene un Horizonte A (donde más se acumula el humus, el agua y la tierra negra), un Horizonte B (más impermeable donde se empieza a acumular la arcilla) y un Horizonte C (donde se encuentra la roca madre o pequeñas piedras de carbonato). Estas capas pueden moverse y en el caso de los suelos vertisoles pueden llegar a invertirse, quedando el Horizonte A lindante al C”, explicó a Bichos de Campo Leonardo Novelli, ingeniero agrónomo especializado en intensificación de secuencia de suelos y miembro del Departamento de Producción del INTA Paraná.
Ahora bien, ¿por qué es importante conocer qué tipo de suelo tenemos bajo nuestros pies? Porque no todos son aptos para realizar agricultura o producir ciertos cultivos, y de sus cualidades dependerá el rendimiento final.
“Los suelos vertisoles, por ejemplo, se encuentran en el 30% de Entre Ríos, en el sur de Corrientes, cerca de la Bahía de Samborombón en Buenos Aires y en algunas franjas de Neuquén y Chubut. Ellos tienen la característica de ser muy pesados y de tener preponderantemente una arcilla llamada montmorillonita, que se contrae con la sequía y se expande con la humedad. Esos ciclos, que pueden provocar agrietamientos de hasta 90 centímetros, dificultan el normal desarrollo de las raíces de las plantas”, indicó Novelli.
Pero eso no es todo. Además de tener una estructura en constante movimiento, a diferencia de lo que ocurre en la región pampeana con los molisoles, no drenan bien y en época de lluvia el agua no infiltra sino que se escurre. Eso favorece la erosión de los suelos, sobre todo en aquellas parcelas que estén descubiertas sin una cobertura.
“Cada suelo tiene una aptitud de uso. Los molisoles son principalmente agrícolas porque el suelo responde bien a esa actividad. Los suelos vertisoles son de uso más ganadero o ganadero-agrícola. Eso supone que naturalmente estuvieron cubiertos con pastizales, de monte nativo, y cuando comenzó el avance de la frontera agrícola muchos cambiaron su producción”, señaló el agrónomo.
En ese sentido, Novelli recordó que durante la época de mayor sojización y pocas rotaciones, los suelos vertisoles fueron los que mayor erosión sufrieron dado que luego de la cosecha se quedaban sin cobertura por mucho tiempo.
“Si a un suelo le ponés un cultivo continuo como la soja que aporta poca cantidad de residuos, y a su vez el residuo que deja en el campo se degrada muy rápido a diferencia del que deja el trigo, el maíz o el sorgo, gran parte del año teníamos los campos limpios. Cuando empezaba a llover, en estos suelos poco permeables el agua empezaba correr y a erosionar”, afirmó Novelli.
-¿Cómo se puede trabajar entonces en ese tipo de suelo?- le preguntamos.
Una manera es tratar de meter más ganadería o intensificar la secuencia de cultivos, es decir, tratar de hacer un uso más intenso utilizando cobertura viva el mayor tiempo posible. En vez de dejar el campo pelado en invierno podemos hacer cultivos como trigo, arvejas o vicias. Si ese suelo lo mantenemos siempre cubierto, empieza a responder. Sobre todo pensando en suelos que naturalmente son más difíciles y que originalmente tienen una aptitud menor para esa actividad productiva. Eso fue lo que fuimos notando en ensayos de larga duración que tenemos en el INTA Paraná. Son suelos buenos, no es que no funcionan, pero tienen mayor fragilidad y hay que manejarlos distinto.
-¿Qué cultivo se apta bien a los suelos vertisoles?
-Son muy buenos para el cultivo de arroz por ejemplo. Gran parte de la producción arrocera tiene su lugar en suelos vertisoles. Al infiltrar poco conviene porque necesita estar encharcado unos 100 días al año. Pero de igual forma, si hacemos arroz de forma continua en el tiempo el suelo también se degrada.
-¿Qué los llevó a comenzar a estudiar esto en INTA Paraná?
-Un poco lo que nos condujo fue ver que cada vez se están degradando más los suelos. El productor conoce las limitantes que tiene su suelo pero acá hay un problema muy grande con el régimen de tenencia de la tierra: el 70% de las tierras en producción, por lo menos en esta provincia, están en manos de arrendatarios. El que produce no es el dueño de la tierra y no sabe si el año que viene va a seguir allí, porque normalmente no se hacen contratos a largo plazo que ayuden a planificar las rotaciones. El arrendatario elige producir lo menos costoso y que más le rinda. Eso no es solo algo que ocurre solo acá pero si lo vimos mucho en la provincia. El uso de rotaciones poco intensificadas generó un problema muy grave y hoy lo tenemos más evidente. Pero también reconocemos una tendencia que de a poco se empiezan a adoptar cultivos de servicio y a cambiar las rotaciones. El problema es que a veces no se ve de inmediato el resultado y por eso hacemos estos experimentos para demostrarlo.